«Señor, te he
llamado, ven de prisa» (Salmo 140,1). Esto podemos decirlo todos. No lo digo yo
solo, sino el Cristo total. Pero es más bien el cuerpo quien habla aquí; pues
Cristo, cuando estaba en este mundo, oró en calidad de hombre, y oró al Padre
en nombre de todo el cuerpo, y al orar caían de todo su cuerpo gotas de
sangre...Esta efusión de sangre de todo su cuerpo no significaba otra cosa que
la pasión de los mártires de toda la Iglesia. [...]
«Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde» (Sal 140, 2). Todo cristiano sabe que estas palabras suelen entenderse de la Cabeza en persona. Cuando, en efecto, declinaba el día, el Señor entregó voluntariamente su vida en la cruz, para volver a recobrarla. Pero también entonces estábamos nosotros allí representados. Pues lo que colgó del madero es la misma naturaleza que tomó de nosotros... Y sin embargo, clavando nuestra frágil condición en la cruz... clamó en nombre de este hombre viejo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Salmo 21, 1).
Aquella ofrenda de la tarde fue, pues, la pasión del Señor, la cruz del Señor, oblación de la víctima salvadora, holocausto agradable a Dios. Aquella ofrenda de la tarde se convirtió, por la resurrección, en ofrenda matinal. Así, la oración que sale con toda pureza de lo íntimo de la fe se eleva como el incienso desde el altar sagrado. Ningún otro aroma es más agradable a Dios que éste; este aroma debe ser ofrecido a él por los creyentes.
«Suba mi oración como incienso en tu presencia, el alzar de mis manos como ofrenda de la tarde» (Sal 140, 2). Todo cristiano sabe que estas palabras suelen entenderse de la Cabeza en persona. Cuando, en efecto, declinaba el día, el Señor entregó voluntariamente su vida en la cruz, para volver a recobrarla. Pero también entonces estábamos nosotros allí representados. Pues lo que colgó del madero es la misma naturaleza que tomó de nosotros... Y sin embargo, clavando nuestra frágil condición en la cruz... clamó en nombre de este hombre viejo: «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?» (Salmo 21, 1).
Aquella ofrenda de la tarde fue, pues, la pasión del Señor, la cruz del Señor, oblación de la víctima salvadora, holocausto agradable a Dios. Aquella ofrenda de la tarde se convirtió, por la resurrección, en ofrenda matinal. Así, la oración que sale con toda pureza de lo íntimo de la fe se eleva como el incienso desde el altar sagrado. Ningún otro aroma es más agradable a Dios que éste; este aroma debe ser ofrecido a él por los creyentes.
De los
Comentarios de san Agustín, obispo, sobre los salmos
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