¡Queridos hermanos y hermanas, buenos días!
El relato evangélico de hoy nos conduce nuevamente, como el
pasado domingo, a la sinagoga de Nazaret, el pueblo de Galilea donde Jesús
creció en familia y es conocido por todos. Él, que hacía poco tiempo se había
marchado para iniciar su vida pública, regresa ahora por primera vez y se presenta a la comunidad, reunida el sábado en la sinago. Lee el pasaje del
profeta Isaías que habla del futuro Mesías y al final declara: «Hoy se ha
cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de oír» (Lc 4,21). Los
conciudadanos de Jesús, primero sorprendidos y admirados, comienzan luego a
poner cara larga y a murmurar entre ellos y a decir: ¿Por qué éste, que
pretende ser el Consagrado del Señor, no repite aquí, en su pueblo, los
prodigios que se dice haya cumplido en Cafarnaúm y en los pueblos cercanos?
Entonces Jesús afirma: «Les aseguro que ningún profeta es bien recibido en su
tierra» (v. 24), y cita a los grandes profetas del pasado Elías y Eliseo, que
obraron milagros en favor de los paganos para denunciar la incredulidad de su
pueblo. A este punto los presentes se sienten ofendidos, se levantan
indignados, echan a Jesús fuera del pueblo y quisieran arrojarlo por el
precipicio. Pero Él, con la fuerza de su paz, «pasando en medio de ellos, se
pone en camino» (v. 30). Su hora aún no ha llegado.
Este relato del evangelista Lucas no es simplemente la historia
de una pelea entre paisanos, como a veces pasa en nuestros barrios, suscitada
por envidias y celos, sino que saca a la luz una tentación a la cual el hombre
religioso está siempre expuesto, -todos nosotros estamos expuestos- y de la
cual es necesario tomar decididamente las distancias. ¿Y cual es esta
tentación? Es la tentación de considerar la religión como una inversión humana
y, en consecuencia, ponerse a “negociar” con Dios buscando el propio interés.
En cambio en la verdadera religión se trata de acoger la revelación de un Dios
que es Padre y que se preocupa de cada una de sus criaturas, también de
aquellas más pequeñas e insignificantes a los ojos de los hombres.
Precisamente en esto consiste el ministero profético de Jesús: en anunciar que
ninguna condición humana pueda constituir motivo de exclusión -¡ninguna
condición humana puede ser motivo de exclusión!- del corazón del Padre, y que
el único privilegio a los ojos de Dios es aquel de no tener privilegios. El
único privilegio a los ojos de Dios es aquel de no tener privilegios, de no
tener padrinos, de abandonarse en sus manos.
«Hoy se ha cumplido este pasaje de la Escritura que acaban de
oír» (Lc 4, 21). El“hoy”, proclamado por Cristo aquel día, vale para cada
tiempo; resuena también para nosotros en esta plaza, recordándonos la
actualidad y la necesidad de la salvación traída por Jesús a la humanidad. Dios
viene al encuentro de los hombres y las mujeres de todos los tiempos y lugares
en las situaciones concretas en las cuales estos estén. También viene a nuestro
encuentro. Es siempre Él quien da el primer paso: viene a visitarnos con su
misericordia, a levantarnos del polvo de nuestros pecados; viene a extendernos
la mano para hacernos alzar del abismo en el que nos ha hecho caer nuestro
orgullo, y nos invita a acoger la consolante verdad del Evangelio y a caminar
por los caminos del bien. Siempre viene Él a encontrarnos, a buscarnos.
Volvamos a la sinagoga...
Ciertamente aquel día, en la sinagoga de Nazaret, también estaba
María allí, la Madre. Podemos imaginar los latidos de su corazón, una pequeña
anticipación de aquello que sufrirá bajo la Cruz, viendo a Jesús, allí en la
sinagoga, primero admirado, luego desafiado, después insultado, después
amenazado de muerte. En su corazón, lleno de fe, ella guardaba cada cosa. Que
ella nos ayude a convertirnos de un dios de los milagros al milagro de Dios,
que es Jesucristo.
(Traducción del italiano: Raúl Cabrera, Radio Vaticano)
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