El
Evangelio de hoy presenta una disputa entre Jesús y algunos fariseos y
escribas. La discusión se refiere al valor de la «tradición de los antepasados»
(Mc7, 3) que Jesús, refiriéndose al profeta Isaías, define «preceptos humanos»
y que nunca deben ocupar el lugar del «mandamiento de Dios».
Las
antiguas prescripciones en cuestión comprendían no sólo los preceptos de Dios
revelados a Moisés, sino también una serie de dictámenes que especificaban las
indicaciones de la ley mosaica.
Los
interlocutores aplicaban tales normas de manera muy escrupulosa y las
presentaban como expresión de auténtica religiosidad. Por eso recriminan a
Jesús y a sus discípulos la transgresión de éstas, en particular las que se
refieren a la purificación exterior del cuerpo.
La
respuesta de Jesús tiene la fuerza de un pronunciamiento profético: «Dejáis a
un lado el mandamiento de Dios —dice— para aferraros a la tradición de los
hombres».
Son
palabras que nos llenan de admiración por nuestro Maestro: sentimos que en Él
está la verdad y que su sabiduría nos libra de los prejuicios.
Pero
¡atención! Con estas palabras, Jesús quiere ponernos en guardia también a
nosotros, hoy, del pensar que la observancia exterior de la ley sea suficiente
para ser buenos cristianos.
Como
entonces para los fariseos, existe también para nosotros el peligro de creernos
en lo correcto, o peor, mejores que los demás por el sólo hecho de observar las
reglas, las costumbres, aunque no amemos al prójimo, seamos duros de corazón,
soberbios y orgullosos.
La
observancia literal de los preceptos es algo estéril si no cambia el corazón y
no se traduce en actitudes concretas: abrirse al encuentro con Dios y a su
Palabra, buscar la justicia y la paz, socorrer a los pobres, a los débiles, a
los oprimidos.
Todos
sabemos, en nuestras comunidades, en nuestras parroquias, en nuestros barrios,
cuánto daño hacen a la Iglesia y son motivo de escándalo, las personas que se
dicen muy católicas y van a menudo a la iglesia, pero después, en su vida
cotidiana, descuidan a la familia, hablan mal de los demás, etc. Esto es lo que
Jesús condena porque es un anti-testimonio cristiano. (…)
Pidamos
al Señor, por intercesión de la Virgen Santa, que nos dé un corazón puro, libre
de toda hipocresía. Este es el adjetivo que Jesús da a los fariseos:
«hipócritas», porque dicen una cosa y hacen otra. Un corazón libre de toda
hipocresía, para que así seamos capaces de vivir según el espíritu de la ley y
alcanzar su finalidad, que es el amor.
(Del Ángelus del Papa Francisco el 30-8-2015)
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