Queridos
hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Proseguimos
las catequesis sobre la misericordia en la Sagrada Escritura. En diversos
pasajes se habla de los potentes, de los reyes, de los hombres que están “en lo
alto”, y también de su arrogancia y de sus prepotencias. La riqueza y el poder
son realidades que pueden ser buenas y útiles al bien común, si son puestos al
servicio de los pobres y de todos, con justicia y caridad. Pero, como muchas
veces sucede, si son vividas como privilegio, con egoísmo y prepotencia, se
transforman en instrumentos de corrupción y de muerte. Es cuanto sucede en el
episodio de la viña de Nabot, descrito en el Primer Libro de los Reyes,
capítulo 21, sobre el cual hoy nos detenemos.
En este texto
se narra que el rey de Israel, Ajab, quiere comprar la viña de un hombre de
nombre Nabot, porque esta viña confina con el palacio real. La propuesta parece
legítima, incluso generosa, pero en Israel las propiedades agrícolas eran
consideradas casi inalienables. De hecho, el Libro del Levítico prescribe: «La
tierra no podrá venderse definitivamente, porque la tierra es mía, y ustedes
son para mí como extranjeros y huéspedes» (Lev 25,23). La tierra es sagrada,
porque es un don del Señor, que como tal va cuidada y conservada, en cuanto
signo de la bendición divina que pasa de generación en generación y garantía de
dignidad para todos. Se comprende entonces la respuesta negativa de Nabot al
rey: «¡El Señor me libre de cederte la herencia de mis padres!» (1 Re 21,3).
El rey Ajab
reacciona ante este rechazo con amargura e indignación. Se siente ofendido – él
es el rey, el potente –, disminuido en su autoridad de soberano, y frustrado
por la posibilidad de satisfacer su deseo de posesión. Viéndolo así abatido, su
mujer Jezabel, una reina pagana que había difundido los cultos idolátricos y
mandaba asesinar a los profetas del Señor (Cfr. 1 Re 18,4) – ¡no era fea, era
malvada! –, decide intervenir. Las palabras con las cuales se dirige al rey son
muy significativas. Escuchen la maldad que está detrás de esta mujer: «¿Así
ejerces tú la realeza sobre Israel? ¡Levántate, come y alégrate! ¡Yo te daré la
viña de Nabot, el israelita!» (v. 7). Ella pone énfasis en el prestigio y el
poder del rey, que, según su modo de vivir, es puesto en discusión por el
rechazo de Nabot. Un poder que ella en cambio considera absoluto, y por el cual
todo deseo se convierte en orden. El gran San Ambrosio ha escrito en un pequeño
libro sobre este episodio. Se llama “Nabot”. Nos hará bien leerlo en este
tiempo de Cuaresma. Es muy bello, es muy concreto.
Jesús,
recordando estas cosas, nos dice: «Ustedes saben que los jefes de las naciones
dominan sobre ellas y los poderosos les hacen sentir su autoridad. Entre
ustedes no debe suceder así. Al contrario, el que quiera ser grande, que se
haga servidor de ustedes; y el que quiera ser el primero que se haga su
esclavo» (Mt 20,25-27). Si se pierde la dimensión del servicio, el poder se
transforma en arrogancia y se convierte en dominio y atropello. Es lo que
sucede en el episodio de la viña de Nabot. Jezabel, la reina, de modo
despreocupado, decide eliminar a Nabot y pone en obra su plan. Se sirve de las
apariencias mentirosas de una legalidad perversa: envía, en nombre del rey,
cartas a los ancianos y a los importantes de la ciudad ordenando que falsos
testigos acusen públicamente a Nabot de haber maldecido a Dios y al rey, un
crimen que se castiga con la muerte. Así, muerto Nabot, el rey puede apropiarse
de su viña. Y esta no es una historia de otros tiempos, es también historia de
hoy, de los poderosos que para tener más dinero explotan a los pobres, explotan
a la gente. Es la historia de la trata de personas, del trabajo esclavo, de la
pobre gente que trabaja clandestinamente y con el salario mínimo para
enriquecer a los poderosos. Es la historia de los políticos corruptos que
quieren más y más y más. Por esto decía que nos hará bien leer aquel libro de
San Ambrosio sobre Nabot, porque es un libro de actualidad.
Es aquí donde
llega el ejercicio de la autoridad sin respeto por la vida, sin justicia, sin
misericordia. Y a esta cosa lleva la sed de poder: se hace codicia que quiere
poseer todo. Un texto del profeta Isaías es particularmente iluminante al
respecto. En ello, el Señor advierte contra la avidez de los ricos
latifundistas que quieren poseer siempre más casas y terrenos. Y dice el profeta
Isaías: «¡Ay de los que acumulan una casa tras otra y anexionan un campo a
otro, hasta no dejar más espacio y habitar ustedes solos en medio del país!»
(Is 5,8).
Y el profeta
Isaías ¡no era comunista! Dios, pero, es más grande de la maldad y de los juegos
sucios hechos por los seres humanos. En su misericordia envía al profeta Elías
para ayudar a Ajab a convertirse. Ahora giremos la página, y ¿cómo sigue la
historia? Dios ve este crimen y toca también el corazón de Ajab y el rey,
puesto delante a su pecado, entiende, se humilla y pide perdón. ¡Qué bello
sería si los poderosos explotadores de hoy hicieran lo mismo! El Señor acepta
su arrepentimiento; sin embargo, un inocente ha sido asesinado, y la culpa
cometida tendrá inevitables consecuencias. El mal realizado de hecho deja sus
huellas dolorosas, y la historia de los hombres lleva sus heridas.
La
misericordia muestra también en este caso la vía maestra que debe ser buscada.
La misericordia puede sanar las heridas y puede cambiar la historia. ¡Abre tu
corazón a la misericordia! La misericordia divina es más fuerte del pecado de
los hombres. ¡Es más fuerte, este es el ejemplo de Ajab! Nosotros conocemos su
poder, cuando recordamos la venida del Inocente Hijo de Dios que se ha hecho
hombre para destruir el mal con su perdón. Jesucristo es el verdadero rey, pero
su poder es completamente diverso. Su trono es la cruz. Él no es un rey
asesino, sino al contrario da la vida. El dirigirse hacia todos, sobre todo a
los más débiles, derrota la soledad y el destino de muerte al cual conduce el
pecado. Jesucristo con su cercanía y ternura lleva a los pecadores al espacio
de la gracia y del perdón. Y esta es la misericordia de Dios.
(Traducción
del italiano: Renato Martinez – Radio Vaticano)
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