“El Señor me ha ungido". Estas palabras se refieren, ante todo, a la misión mesiánica de Jesús, consagrado por virtud del Espíritu Santo y convertido en sumo y eterno Sacerdote de la Nueva Alianza, sellada con su sangre. Todas las prefiguraciones del sacerdocio del Antiguo Testamento encuentran su realización en Jesús, único y definitivo mediador entre Dios y los hombres.
"Hoy se cumple esta Escritura que acabáis de oír". Así comenta Jesús, en la sinagoga de Nazaret, el anuncio profético de Isaías. Afirma que Él es el ungido del Señor, a quien el Padre ha enviado para traer a los hombres la liberación de sus pecados y anunciar la buena nueva a los pobres y a los afligidos. Él es el que ha venido para proclamar el tiempo de la gracia y de la misericordia.
El Apóstol, en la carta a los Colosenses, afirma que Cristo, "primogénito de toda la creación" (Col 1, 15) es "el primogénito de entre los muertos" (Col 1, 18). Acogiendo la llamada del Padre a asumir la condición humana, trae consigo el soplo de la vida nueva y da la salvación a todos los que creen en Él.
También nosotros, como las personas presentes en la sinagoga de Nazaret, tenemos la mirada fija en el Redentor, que "ha hecho de nosotros un reino de sacerdotes para su Dios y Padre" (Ap 1, 6). Si cada bautizado participa de su sacerdocio real y profético "para ofrecer sacrificios espirituales aceptos a Dios" (1 P 2, 5), los presbíteros están llamados a compartir su oblación de modo especial. Están llamados a vivirla en el servicio al sacerdocio común de los fieles.
(San Juan Pablo II, homilía del 28 de marzo de 2002, Jueves Santo)
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