¿Por qué es tan importante obedecer a
Dios? ¿Por qué a Dios le importa tanto ser obedecido? ¡Ciertamente no por el
gusto de mandar y de tener súbditos! Es importante porque obedeciendo hacemos
la voluntad de Dios, queremos las mismas cosas que quiere Dios, y así
realizamos nuestra vocación originaria, que es la de ser «a su imagen y
semejanza
Estamos en la verdad, en la luz y
como consecuencia en la paz, como el cuerpo que ha alcanzado su punto de
quietud. Dante Alighieri encerró todo ello en un verso considerado por muchos
el más bello de toda la Divina Comedia: «y en su querer se encuentra nuestra
paz» [4]. (…)
Cuando Dios encuentra un alma
decidida a obedecer, entonces toma su vida en sus manos, como se toma el timón
de una embarcación, o como se toman las riendas de un carro. Él se convierte en
serio, y no sólo en teoría, en «Señor», en quien «rige», quien «gobierna»
determinando, se puede decir, momento a momento, los gestos, las palabras de
esa persona, su modo de utilizar el tiempo, todo.
Esta «dirección espiritual» se ejerce
a través de las «buenas inspiraciones» y con mayor frecuencia aún en las
palabras de Dios de la Biblia. Lees o escuchas pasajes de la Escritura y he
aquí que una frase, una palabra, se ilumina; se hace, por decirlo así,
radiactiva. Sientes que te interpela, que te indica qué hay que hacer. Aquí se
decide si se obedece a Dios o no.
El Siervo de Yahvé dice de sí mismo
en Isaías: «Mañana tras mañana despierta mi oído para escuchar como discípulo»
(Isaías 50, 4). También nosotros, cada mañana, en la Liturgia de las Horas o de
la Misa, deberíamos estar con el oído atento. En ella hay casi siempre una
palabra que Dios nos dirige personalmente y el Espíritu no deja de actuar para
que se la reconozca entre todas (… )
Como el servidor fiel no toma jamás una
iniciativa ni atiende una orden de extraños sin decir: «Debo escuchar antes a
mi patrón», igualmente el verdadero siervo de Dios no emprende nada sin decirse
a sí mismo: «¡Debo orar un poco para saber qué quiere mi Señor yo que haga!».
¡Así se ceden las riendas de la propia vida a Dios!
La voluntad de Dios penetra, de esta forma,
cada vez más capilarmente en el tejido de una existencia, embelleciéndola y
haciendo de ella un «sacrificio vivo, santo y agradable a Dios» (Rm 12, 1).
Toda la vida se convierte en una obediencia a Dios y proclama silenciosamente
su soberanía en la Iglesia y en el mundo.
Dios --decía San Gregorio Magno-- «a
veces nos advierte con las palabras, a veces, en cambio, con los hechos», esto
es, con los sucesos y las situaciones. Existe una obediencia a Dios --a menudo
entre las más exigentes-- que consiste sencillamente en obedecer a las
situaciones. Cuando se ha visto que, a pesar de todos los esfuerzos y los
ruegos, hay en nuestra vida situaciones difíciles, a veces hasta absurdas y
--en nuestra opinión-- espiritualmente contraproducentes, que no cambian, es
necesario dejar de «dar coces contra el aguijón» y empezar a ver en ellas
silenciosa, pero resuelta voluntad de Dios en nosotros.
La experiencia demuestra que sólo
después de haber pronunciado un «sí» total y desde lo profundo del corazón a la
voluntad de Dios, tales situaciones de sufrimiento pierden el poder angustiante
que tienen sobre nosotros. Las vivimos con más paz.
Antes de terminar nuestras
consideraciones sobre la obediencia, contemplemos un instante el icono viviente
de la obediencia, a aquella que no sólo imitó la obediencia del Siervo, sino
que la vivió con Él. (…) También María obedeció con seguridad a sus padres, a
la ley, a José (…) a la Palabra de Dios. Su obediencia es la antítesis exacta a
la desobediencia de Eva. (…)
Sin duda María habrá recitado o
escuchado, durante su vida terrena, el versículo del Salmo en el que se dice a
Dios: «Enséñame a cumplir tu voluntad» (Sal 142,10). Nosotros dirigimos a Ella
la misma oración: «¡Enséñanos, María, a cumplir la voluntad de Dios como la
cumpliste tú!».
(Del segundo sermón del P.
Cantalamessa para el Pontífice y la curia romana en la Cuaresma del 2006)
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