No deja de asombrarnos, al leer la primer lectura, el entusiasmo y el dinamismo misionero del Apóstol Pablo. «¡Qué hermosos los pies de los que anuncian la Buena Noticia del bien!» (Rm 10,15). Es una invitación a agradecer el don de la fe que estos mensajeros nos han transmitido. Nos invita también a maravillarnos por la labor misionera que -no hace mucho tiempo- trajo por primera vez la alegría del Evangelio a esta amada tierra de Centroáfrica. Es bueno, sobre todo en tiempos difíciles, cuando abundan las pruebas y los sufrimientos, cuando el futuro es incierto y nos sentimos cansados, con miedo de no poder más, reunirse alrededor del Señor, como hacemos hoy, para gozar de su presencia, de su vida nueva y de la salvación que nos propone, como esa otra orilla hacia la que debemos dirigirnos.
La otra orilla es, sin duda, la vida
eterna, el Cielo que nos espera. Esta mirada tendida hacia el mundo futuro ha
fortalecido siempre el ánimo de los cristianos, de los más pobres, de los más
pequeños, en su peregrinación terrena. La vida eterna no es una ilusión, no es
una fuga del mundo, sino una poderosa realidad que nos llama y compromete a
perseverar en la fe y en el amor.
Pero esa otra orilla más inmediata que
buscamos alcanzar, la salvación que la fe nos obtiene y de la que nos habla san
Pablo, es una realidad que transforma ya desde ahora nuestra vida presente y el
mundo en que vivimos: «El que cree con el corazón alcanza la justicia» (cf. Rm
10,10). Recibe la misma vida de Cristo que lo hace capaz de amar a Dios y a los
hermanos de un modo nuevo, hasta el punto de dar a luz un mundo renovado por el
amor.
Demos gracias al Señor por su presencia
y por la fuerza que nos comunica en nuestra vida diaria, cuando experimentamos
el sufrimiento físico o moral, la pena, el luto; por los gestos de solidaridad
y de generosidad que nos ayuda a realizar; por las alegrías y el amor que hace
resplandecer en nuestras familias, en nuestras comunidades, a pesar de la
miseria, la violencia que, a veces, nos rodea o del miedo al futuro; por el
deseo que pone en nuestras almas de querer tejer lazos de amistad, de dialogar
con el que es diferente, de perdonar al que nos ha hecho daño, de
comprometernos a construir una sociedad más justa y fraterna en la que ninguno
se sienta abandonado. En todo esto, Cristo resucitado nos toma de la mano y nos
lleva a seguirlo. Quiero agradecer con ustedes al Señor de la misericordia todo
lo que de hermoso, generoso y valeroso les ha permitido realizar en sus
familias y comunidades, durante las vicisitudes que su país ha sufrido desde
hace muchos años.
Es verdad, sin embargo, que todavía no
hemos llegado a la meta, estamos como a mitad del río y, con renovado empeño
misionero, tenemos que decidirnos a pasar a la otra orilla. Todo bautizado ha
de romper continuamente con lo que aún tiene del hombre viejo, del hombre
pecador, siempre inclinado a ceder a la tentación del demonio -y cuánto actúa
en nuestro mundo y en estos momentos de conflicto, de odio y de guerra-, que lo
lleva al egoísmo, a encerrarse en sí mismo y a la desconfianza, a la violencia
y al instinto de destrucción, a la venganza, al abandono y a la explotación de
los más débiles...
Sabemos también que a nuestras
comunidades cristianas, llamadas a la santidad, les queda todavía un largo
camino por recorrer. Es evidente que todos tenemos que pedir perdón al Señor
por nuestras excesivas resistencias y demoras en dar testimonio del Evangelio.
Ojalá que el Año Jubilar de la Misericordia, que acabamos de empezar en su
País, nos ayude a ello. Ustedes, queridos centroafricanos, deben mirar sobre
todo al futuro y, apoyándose en el camino ya recorrido, decidirse con
determinación a abrir una nueva etapa en la historia cristiana de su País, a
lanzarse hacia nuevos horizontes, a ir mar adentro, a aguas profundas.
El Apóstol Andrés, con su hermano
Pedro, al llamado de Jesús, no dudaron ni un instante en dejarlo todo y
seguirlo: «Inmediatamente dejaron las redes y lo siguieron» (Mt 4,20). También
aquí nos asombra el entusiasmo de los Apóstoles que, atraídos de tal manera por
Cristo, se sienten capaces de emprender cualquier cosa y de atreverse, con Él,
a todo.
Cada uno en su corazón puede preguntarse
sobre su relación personal con Jesús, y examinar lo que ya ha aceptado -o tal
vez rechazado- para poder responder a su llamado a seguirlo más de cerca. El
grito de los mensajeros resuena hoy más que nunca en nuestros oídos, sobre todo
en tiempos difíciles; aquel grito que resuena por «toda la tierra [...] y hasta
los confines del orbe» (cf. Rm 10,18; Sal 18,5).
Y resuena también hoy aquí, en esta
tierra de Centroáfrica; resuena en nuestros corazones, en nuestras familias, en
nuestras parroquias, allá donde quiera que vivamos, y nos invita a perseverar
con entusiasmo en la misión, una misión que necesita de nuevos mensajeros, más
numerosos todavía, más generosos, más alegres, más santos. Todos y cada uno de
nosotros estamos llamados a ser este mensajero que nuestro hermano, de
cualquier etnia, religión y cultura, espera a menudo sin saberlo. En efecto,
¿cómo podrá este hermano -se pregunta san Pablo- creer en Cristo si no oye ni
se le anuncia la Palabra?
A ejemplo del Apóstol, también nosotros
tenemos que estar llenos de esperanza y de entusiasmo ante el futuro. La otra
orilla está al alcance de la mano, y Jesús atraviesa el río con nosotros. Él ha
resucitado de entre los muertos; desde entonces, las dificultades y
sufrimientos que padecemos son ocasiones que nos abren a un futuro nuevo, si
nos adherimos a su Persona. Cristianos de Centroáfrica, cada uno de ustedes
está llamado a ser, con la perseverancia de su fe y de su compromiso misionero,
artífice de la renovación humana y espiritual de su País.
Que la Virgen María, quien después de
haber compartido el sufrimiento de la pasión comparte ahora la alegría perfecta
con su Hijo, los proteja y los fortalezca en este camino de esperanza. Amén.
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