Hermanos y
hermanas ¡buenos días!
Un día un
poco frío ¿eh?
En estos días
navideños se nos coloca frente a nosotros el Niño Jesús. Estoy seguro que en
nuestras casas todavía tantas familias han hecho el pesebre, llevando hacia
adelante esta bella tradición que se remonta a San Francisco de Asís y que
mantiene vivo en nuestros corazones el misterio de Dios que se hace hombre.
La devoción
al Niño Jesús está muy difundida. Tantos santos y santas la han cultivada en su
oración cotidiana, y han deseado modelar su vida a aquella del Niño Jesús. Pienso
en particular a Teresa de Lisieux que como monja carmelita ha llevado el nombre
de Teresa del Niño Jesús y del Rostro Santo. Ella -quien es también Doctora de
la Iglesia- ha sabido vivir y testimoniar aquella “infancia espiritual” que se
asimila propio meditando, en la escuela de la Virgen María, la humildad de Dios
que por nosotros se ha hecho pequeño.
Y esto es un
misterio grande, Dios es humilde, nosotros que somos orgullosos, llenos de
vanidad y que nos creemos grandes cosas, somos nada, Él es grande, es humilde y
se hace Niño, esto es un gran misterio, Dios es humilde ¡es hermoso!
Hubo un
momento en que, en la Persona divino-humana de Cristo, Dios ha sido un niño, y
esto tiene que tener un significado peculiar para nuestra fe. Es verdad que su
muerte en la cruz y su resurrección son la máxima expresión de su amor
redentor, pero no olvidemos que toda su vida terrena es revelación y enseñanza.
En el período navideño recordamos su infancia. Para crecer en la fe tendremos
necesidad de contemplar más a menudo al Niño Jesús. Cierto, no conocemos nada
de este período. Las raras indicaciones que poseemos hacen referencia a la
imposición del nombre después de ocho días de su nacimiento y a la presentación
en el Templo (cfr Lc 2,21-28); por otra parte la visita de los
Magos con la consecuente fuga en Egipto (cfr Mt 2,1-23).
Después, hay un gran salto hasta los doce años, cuando con María y José, va en
peregrinación a Jerusalén para la Pascua, y en lugar de volver con sus padres
se detiene en el Templo a hablar con los doctores de la ley.
Como se ve,
sabemos poco del Niño Jesús, pero podemos aprender mucho de Él si miramos la
vida de los niños. Es una bella costumbre, que los padres, los abuelos tienen,
que es aquella de mirar a los niños, ver qué hacen.
Descubrimos,
sobre todo, que los niños quieren nuestra atención. Ellos deben estar al centro
¿por qué? ¿Porque son orgullosos? No, porque tienen necesidad de sentirse
protegidos. Es necesario también para nosotros poner al centro de nuestra vida
a Jesús y saber, incluso si puede parecer paradójico, que tenemos la
responsabilidad de protegerlo. Quiere estar entre nuestros brazos, desea ser
cuidado y poder fijar su mirada en la nuestra. Por otra parte, hacer sonreír al
Niño Jesús para demostrarle nuestro amor y nuestra alegría porque Él está en
medio de nosotros. Su sonrisa es signo del amor que nos da certeza de ser
amados. Los niños, finalmente, aman jugar. Pero hacer jugar a un niño,
significa abandonar nuestra lógica para entrar en la suya. Si queremos que se
divierta es necesario entender qué le gusta a él. Y no ser egoístas y hacerles
hacer las cosas que nos gustan a nosotros.
Es una
enseñanza para nosotros. Delante a Jesús estamos llamados a abandonar nuestro
reclamo de autonomía, y este es el centro del problema, el reclamo de autonomía
para acoger en cambio la verdadera forma de libertad, que consiste en el
conocer a quien tenemos delante y servirlo. Él es el Hijo de Dios que viene a
salvarnos. Ha venido entre nosotros para mostrarnos el rostro del Padre rico de
amor y de misericordia.
Abracemos,
entonces, entre nuestros brazos al Niño Jesús, pongámonos a su servicio: Él es
fuente de amor y de serenidad. Y será una bella cosa hoy cuando volvemos a casa
ir cerca del pesebre y besar al Niño Jesús y decirle: “Jesús, yo quiero ser
humilde como Tú, humilde como Dios” y pedirle esta gracia.
(Traducción
por Mercedes De La Torre – Radio Vaticano).
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