martes, 10 de noviembre de 2015

Mística entre pucheros


Es conocida la frase de Teresa de Jesús: “también entre los pucheros anda el Señor” (Fundaciones 5,8). Pero la entenderemos mal si pensamos que eso le ocurría a ella sola, porque debía ser de otra pasta. Pues no: antes que santa, doctora de la Iglesia o mística, Teresa era simplemente un ser humano de carne y hueso, como todos nosotros. Decir esto parece una perogrullada. Pero, si olvidamos esa perogrullada, todas las grandezas de Dios parecen no pertenecer a esta tierra nuestra. Y acabamos creyendo que no nos atañen a nosotros, sino a seres de otra galaxia.

Por eso creo que no es bueno leer a Teresa olvidando sus cartas: ellas tienen una espontaneidad que no podían tener sus otros escritos, expuestos al ojo escrutador de inquisidores y teólogos. En ellas se permite referirse al Nuncio como “Melquisedec”, a los miembros de la inquisición como “los ángeles”, o a los calzados como “los del paño”. Allí confiesa también que “a una monja descontenta yo la temo más que a muchos demonios”. Cuando hacen provincial a un fraile que ha tratado mal a sus monjas comenta con sorna: “debe ser porque tiene más cualidades que otros para hacer mártires”. Y cuando ve a otro fraile muy seguro sobre la admisión de una postulanta, porque cree que “en viéndola la conocerá”, le para los pies diciéndole que “no somos tan fáciles de conocer las mujeres”…

Otras cartas reflejan su lucha para conseguir que no se impusieran a las monjas confesores obligados: “que yo temo más que pierdan el gran contento con que nuestro Señor las lleva…”. O expresan su alegría por “que mande nuestro padre que coman carne las dos de mucha oración”: pues considera que todo eso de los arrobamientos “no me parece más oración”. Reconoce también que “mozas con viejas no se pueden hallar bien”; por eso dice a su querido Jerónimo Gracián que se espanta de “cómo no se cansa de mí”. Pero se tranquiliza pensando que eso es una gracia que Dios le concede, para que “pueda pasar la vida que me da con tan poca salud y contento, si no es en esto”.
Sus complicidades afectivas con Gracián (con pseudónimos y todo) darían para análisis más detenidos. Pero al menos apuntemos que a veces se pone hasta pesada quejándose porque le escribe poco; otras veces le explica cuánto le apena que tenga dolor de muelas “porque tengo harta experiencia de cuán sensible dolor es” y si tienes una sola dañada “suele parecer que lo están todas”; o le pregunta “si ha caído en ponerse más ropa, que hace ya frío”. Hacia el fin de su vida reconocerá que ha aprendido a gobernar y no es la que antes era: ahora “todo va con amor”, aunque no sabe si ello se debe “a que no me hacen por qué” (no me crean problemas) o a que, por fin, “ha entendido que así se remedia mejor”.

Baste como conclusión que la más profunda experiencia mística no es incompatible ni con el sentido común, ni con la ironía o la lucha por lo que se cree justo, ni con un carácter enérgico o una afectividad difícil de controlar y con tendencia posesiva… En una palabra: no es incompatible con ser como somos todos. Una amiga, maestra en grafología, me contó que, cuando vio por primera vez la letra de Teresa, su impresión fue de susto porque traslucía “gran sexualidad y afán de poder”. Después comprendí -me explicó- que las personas no somos nuestro carácter ni nuestras pasiones, sino lo que cada cual hace con esos materiales, y que ahí está la grandeza de nuestra libertad. De hecho, con ese temperamento, Teresa escribe en sus reglas que “la priora sea la primera en barrer”, en aquella época en que tantas prioras (hijas naturales de nobles discretamente camufladas), tenían sus sirvientas que les barrían la celda mientras ellas “contemplaban”. ¿Qué contemplarían?...
Esto permite comprender que “los pucheros” no están sólo fuera de nosotros, sino que el Señor anda también en ese complejo puchero que cada uno somos, donde se puede cocer una humanidad de muy buen sabor. Decir que entre los pucheros anda el Señor no significa sacralizar los pucheros, sino divinizar el trabajo hecho con ellos: simplemente porque ese trabajo servirá para alimentar a otros. De hecho, Teresa se lo dice a las hermanas que han de trabajar en la cocina.
Apasionada y dueña de sí, doméstica y entrañable, perseguida y de buen humor, contemplativa y activa, fue también suficientemente sabia como para entender que si a un rico le dicen que modere su plato para que puedan comer los pobres “sacará mil razones para no entender eso sino a su propósito”: porque a los ricos “sus hechos les tienen ciegos”.

Antaño tuve la paciencia de leerme todas las acusaciones que contra ella se presentaron a la inquisición (aquel famoso Orellana que creía jugarse su salvación eterna si no la acusaba…). Hoy disfruto pensando qué es lo que (en esa otra dimensión del más-allá) sentirá aquel acusador viendo a Teresa doctora de la Iglesia y quedando él como analfabeto teológico. Que es lo que son tantos afanes inquisitoriales, de ayer y de hoy.

José Ignacio González Faus


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