En este primer Domingo de Adviento, tiempo litúrgico de la espera del
Salvador y símbolo de la esperanza cristiana, Dios ha guiado mis pasos hasta
ustedes, en este tierra, mientras la Iglesia universal se prepara para inaugurar
el Año Jubilar de la Misericordia. Me alegra de modo especial que mi visita
pastoral coincida con la apertura de este Año Jubilar en su país. Desde esta
Catedral, mi corazón y mi mente se extiende con afecto a todos los sacerdotes,
consagrados y agentes de pastoral de este país, unidos espiritualmente a
nosotros en este momento. Por medio de ustedes, saludo también a todos los
centroafricanos, a los enfermos, a los ancianos, a los golpeados por la vida.
Algunos de ellos tal vez están desesperados y no tienen ya ni siquiera fuerzas
para actuar, y esperan sólo una limosna, la limosna del pan, la limosna de la
justicia, la limosna de un gesto de atención y de bondad. Todos nosotros
esperamos la gracia y la limosna de la paz.
Al igual que los apóstoles Pedro y Juan, cuando subían al templo y no
tenían ni oro ni plata que dar al pobre paralítico, vengo a ofrecerles la
fuerza y el poder de Dios que curan al hombre, lo levantan y lo hacen capaz de
comenzar una nueva vida, «cruzando a la otra orilla» (Lc 8,22).
Jesús no nos manda solos a la otra orilla, sino que en cambio nos invita a
realizar la travesía con Él, respondiendo cada uno a su vocación específica.
Por eso, tenemos que ser conscientes de que si no es con Él no podemos pasar a
la otra orilla, liberándonos de una concepción de familia y de sangre que
divide, para construir una Iglesia-Familia de Dios abierta a todos, que se
preocupa por los más necesitados. Esto supone estar más cerca de nuestros
hermanos y hermanas, e implica un espíritu de comunión. No se trata
principalmente de una cuestión de medios económicos, sino de compartir la vida
del pueblo de Dios, dando razón de la esperanza que hay en nosotros (cf. 1 P
3,15) y siendo testigos de la infinita misericordia de Dios que, como subraya
el salmo responsorial de este domingo, «es bueno [y] enseña el camino a los
pecadores» (Sal 24,8). Jesús nos enseña que el Padre celestial «hace salir su
sol sobre malos y buenos» (Mt 5,45). Nosotros también, después de haber
experimentado el perdón, tenemos que perdonar. Esta es nuestra vocación
fundamental: «Por tanto, sean perfectos, como es perfecto el Padre vuestro
celestial» (Mt 5,48). Una de las exigencias fundamentales de esta vocación a la
perfección es el amor a los enemigos, que nos previene de la tentación de la
venganza y de la espiral de las represalias sin fin. Jesús ha insistido mucho
sobre este aspecto particular del testimonio cristiano (cf. Mt 5,46-47). Los
agentes de evangelización, por tanto, han de ser ante todo artesanos del
perdón, especialistas de la reconciliación, expertos de la misericordia. Así
podremos ayudar a nuestros hermanos y hermanas a «cruzar a la otra orilla»,
revelándoles el secreto de nuestra fuerza, de nuestra esperanza, de nuestra
alegría, que tienen su fuente en Dios, porque están fundados en la certeza de
que Él está en la barca con nosotros. Como hizo con los Apóstoles en la
multiplicación de los panes, el Señor nos confía sus dones para que nosotros
los distribuyamos por todas partes, proclamando su palabra que afirma: «Ya llegan
días en que cumpliré la p
romesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá» (Jr 33,14).
romesa que hice a la casa de Israel y a la casa de Judá» (Jr 33,14).
En los
textos litúrgicos de este domingo, descubrimos algunas características de esta
salvación que Dios anuncia, y que se presentan como otros puntos de referencia
para guiarnos en nuestra misión. Ante todo, la felicidad prometida por Dios se
anuncia en términos de justicia. El Adviento es el tiempo para preparar
nuestros corazones a recibir al Salvador, es decir el único Justo y el único
Juez que puede dar a cada uno la suerte que merece. Aquí, como en otras partes,
muchos hombres y mujeres tienen sed de respeto, de justicia, de equidad, y no
ven en el horizonte señales positivas. A ellos, Él viene a traerles el don de
su justicia (cf. Jr 33,15). Viene a hacer fecundas nuestras historias
personales y colectivas, nuestras esperanzas frustradas y nuestros deseos
estériles. Y nos manda a anunciar, sobre todo a los oprimidos por los poderosos
de este mundo, y también a los que sucumben bajo el peso de sus pecados: «En
aquellos días se salvará Judá, y en Jerusalén vivirán tranquilos, y la llamarán
así: “El Señor es nuestra justicia”» (Jr 33,16). Sí, Dios es Justicia. Por eso
nosotros, cristianos, estamos llamados a ser en el mundo los artífices de una
paz fundada en la justicia.
La
salvación que se espera de Dios tiene también el sabor del amor. En efecto,
preparándonos a la Navidad, hacemos nuestro de nuevo el camino del pueblo de
Dios para acoger al Hijo que ha venido a revelarnos que Dios no es sólo
Justicia sino también y sobre todo Amor (cf. 1 Jn 4,8). Por todas partes, y
sobre todo allí donde reina la violencia, el odio, la injusticia y la
persecución, los cristianos estamos llamados a ser testigos de este Dios que es
Amor. Al mismo tiempo que animo a los sacerdotes, consagrados y laicos de este
país, que viven las virtudes cristianas, incluso heroicamente, reconozco que a
veces la distancia que nos separa de ese ideal tan exigente del testimonio
cristiano es grande. Por eso rezo haciendo mías las palabras de san Pablo: «Que
el Señor los colme y los haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos» (1 Ts
3,12). En este sentido, lo que decían los paganos sobre los cristianos de la
Iglesia primitiva ha de estar presente en nuestro horizonte como un faro:
«Miren cómo se aman, se aman de verdad» (Tertuliano, Apologetico, 39, 7).
Por último, la salvación de Dios proclamada tiene el carácter de un poder
invencible que vencerá sobre todo. De hecho, después de haber anunciado a sus
discípulos las terribles señales que precederán su venida, Jesús concluye:
«Cuando empiece a suceder esto, tengan ánimo y levanten la cabeza; se acerca su
liberación» (Lc 21,28). Y, si san Pablo habla de un amor «que crece y rebosa»,
es porque el testimonio cristiano debe reflejar esta fuerza irresistible que narra
el Evangelio. Jesús, también en medio de una agitación sin precedentes, quiere
mostrar su gran poder, su gloria incomparable (cf. Lc 21,27), y el poder del
amor que no retrocede ante nada, ni frente al cielo en convulsión, ni frente a
la tierra en llamas, ni frente al mar embravecido. Dios es más fuerte que
cualquier otra cosa. Esta convicción da al creyente serenidad, valor y fuerza
para perseverar en el bien frente a las peores adversidades. Incluso cuando se
desatan las fuerzas del mal, los cristianos han de responder al llamado de
frente, listos para aguantar en esta batalla en la que Dios tendrá la última
palabra. Y será una palabra de amor.
Lanzo un llamamiento a todos los que empuñan injustamente las armas
de este mundo: Depongan estos instrumentos de muerte; ármense más bien con la
justicia, el amor y la misericordia, garantías de auténtica paz. Discípulos de
Cristo, sacerdotes, religiosos, religiosas y laicos comprometidos en este país
que lleva un nombre tan sugerente, situado en el corazón de África, y que está
llamado a descubrir al Señor como verdadero centro de todo lo que es bueno: la
vocación de ustedes es la de encarnar el corazón de Dios en medio de sus
conciudadanos. Que el Señor nos afiance y nos haga presentarnos ante «Dios
nuestro Padre santos e irreprochables en la venida de nuestro Señor Jesús con
todos sus santos» (1 Ts 3,13). Reconciliación, perdón, amor y paz. Que así
sea.
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