-El Papa: “Hay que superar
toda forma de individualismo y de legalismo, y aceptar el significado autentico
de la pareja y de la sexualidad humana en el plan de Dios”.
Queridos amigos, ayer se inauguró, con una Misa solemne, la
Asamblea Ordinaria del Sínodo de los Obispos sobre el tema de la familia.
En su homilía, el Papa Francisco trató tres aspectos tomados de
las lecturas del día: el drama de la soledad, el amor entre el hombre y la
mujer, y la familia. Les ofrecemos la homilía:
La soledad
“Adán, como leemos en la primera lectura, vivía en el Paraíso,
ponía los nombres a las demás creaturas, ejerciendo un dominio que demuestra su
indiscutible e incomparable superioridad, pero aun así se sentía solo, porque
«no encontraba ninguno como él que lo ayudase» (Gn 2,20) y experimentaba la
soledad.
La soledad, el drama que aún aflige a muchos hombres y mujeres.
Pienso en los ancianos abandonados incluso por sus seres queridos y sus propios
hijos; en los viudos y viudas; en tantos hombres y mujeres dejados por su propia
esposa y por su propio marido; en tantas personas que de hecho se sienten
solas, no comprendidas y no escuchadas; en los emigrantes y los refugiados que
huyen de la guerra y la persecución; y en tantos jóvenes víctimas de la cultura
del consumo, del usar y tirar, y de la cultura del descarte.
Hoy se vive la paradoja de un mundo globalizado en el que vemos
tantas casas de lujo y edificios de gran altura, pero cada vez menos calor de
hogar y de familia; muchos proyectos ambiciosos, pero poco tiempo para vivir lo
que se ha logrado; tantos medios sofisticados de diversión, pero cada vez más
un profundo vacío en el corazón; muchos placeres, pero poco amor; tanta
libertad, pero poca autonomía…
Son cada vez más las personas que se sienten solas, y las que se
encierran en el egoísmo, en la melancolía, en la violencia destructiva y en la
esclavitud del placer y del dios dinero.
Hoy vivimos en cierto sentido la misma experiencia de Adán:
tanto poder acompañado de tanta soledad y vulnerabilidad; y la familia es su imagen.
Cada vez menos seriedad en llevar adelante una relación sólida y fecunda de
amor: en la salud y en la enfermedad, en la riqueza y en la pobreza, en las
buena y en la mala suerte. El amor duradero, fiel, recto, estable, fértil es
cada vez más objeto de burla y considerado como algo anticuado.
Parecería que las sociedades más avanzadas son precisamente las
que tienen el porcentaje más bajo de tasa de natalidad y el mayor promedio de
abortos, de divorcios, de suicidios y de contaminación ambiental y social.
El amor entre el hombre y la mujer
Leemos en la primera lectura que el corazón de Dios se
entristeció al ver la soledad de Adán y dijo: «No está bien que el hombre esté
solo; voy a hacerle alguien como él que le ayude» (Gn 2,18). Estas palabras
muestran que nada hace más feliz al hombre que un corazón que se asemeje a él,
que le corresponda, que lo ame y que acabe con la soledad y el sentirse solo.
Muestran también que Dios no ha creado el ser humano para vivir
en la tristeza o para estar solo, sino para la felicidad, para compartir su
camino con otra persona que es su complemento; para vivir la extraordinaria
experiencia del amor: es decir de amar y ser amado; y para ver su amor fecundo
en los hijos, como dice el salmo que se ha proclamado hoy (cf. Sal 128).
Este es el sueño de Dios para su criatura predilecta: verla
realizada en la unión de amor entre hombre y mujer; feliz en el camino común,
fecunda en la donación reciproca.
Es el mismo designio que Jesús resume en el Evangelio de hoy con
estas palabras: «Al principio de la creación Dios los creó hombre y mujer. Por
eso abandonará el hombre a su padre y a su madre, se unirá a su mujer, y serán
los dos una sola carne. De modo que ya no son dos, sino una sola carne» (Mc
10,6-8; cf. Gn 1,27; 2,24).
Jesús, ante la pregunta retórica que le habían dirigido –
probablemente como una trampa, para hacerlo quedar mal ante la multitud que lo
seguía y que practicaba el divorcio, como realidad consolidada e intangible-,
responde de forma sencilla e inesperada: restituye todo al origen, al origen de
la creación, para enseñarnos que Dios bendice el amor humano, es él el que une
los corazones de un hombre y una mujer que se aman y los une en la unidad y en
la indisolubilidad.
Esto significa que el objetivo de la vida conyugal no es sólo
vivir juntos, sino también amarse para siempre. Jesús restablece así el orden
original y originante.
La familia
«Lo que Dios ha unido, que no lo separe el hombre» (Mc 10,9). Es
una exhortación a los creyentes a superar toda forma de individualismo y de
legalismo, que esconde un mezquino egoísmo y el miedo de aceptar el significado
autentico de la pareja y de la sexualidad humana en el plan de Dios.
De hecho, sólo a la luz de la locura de la gratuidad del amor
pascual de Jesús será comprensible la locura de la gratuidad de un amor
conyugal único y usque ad mortem.
Para Dios, el matrimonio no es una utopía de adolescente, sino
un sueño sin el cual su creatura estará destinada a la soledad. En efecto el
miedo de unirse a este proyecto paraliza el corazón humano.
Paradójicamente también el hombre de hoy –que con frecuencia
ridiculiza este plan– permanece atraído y fascinado por todo amor autentico,
por todo amor sólido, por todo amor fecundo, por todo amor fiel y perpetuo. Lo
vemos ir tras los amores temporales, pero sueña el amor autentico; corre tras
los placeres de la carne, pero desea la entrega total.
En efecto «ahora que hemos probado plenamente las promesas de la
libertad ilimitada, empezamos a entender de nuevo la expresión “la tristeza de
este mundo”. Los placeres prohibidos perdieron su atractivo cuando han dejado
de ser prohibidos.
Aunque tiendan a lo extremo y se renueven al infinito, resultan
insípidos porque son cosas finitas, y nosotros, en cambio, tenemos sed de
infinito» (Joseph Ratzinger, Auf Christus schauen. Einübung in Glaube,
Hoffnung, Liebe, Freiburg 1989, p. 73).
En este contexto social y matrimonial bastante difícil, la
Iglesia está llamada a vivir su misión en la fidelidad, en la verdad y en la
caridad.
La fidelidad de la Iglesia a su misión
Vive su misión en la fidelidad a su Maestro como voz que grita
en el desierto, para defender el amor fiel y animar a las numerosas familias
que viven su matrimonio como un espacio en el cual se manifiestan el amor divino;
para defender la sacralidad de la vida, de toda vida; para defender la unidad y
la indisolubilidad del vinculo conyugal como signo de la gracia de Dios y de la
capacidad del hombre de amar en serio.
Vivir su misión en la verdad que no cambia según las modas
pasajeras o las opiniones dominantes. La verdad que protege al hombre y a la
humanidad de las tentaciones de autoreferencialidad y de transformar el amor
fecundo en egoísmo estéril, la unión fiel en vinculo temporal.
«Sin verdad, la caridad cae en mero sentimentalismo. El amor se
convierte en un envoltorio vacío que se rellena arbitrariamente. Éste es el
riesgo fatal del amor en una cultura sin verdad» (Benedicto XVI, Enc. Caritas
in veritate, 3).
Y la Iglesia es llamada a vivir su misión en la caridad que no
señala con el dedo para juzgar a los demás, sino que -fiel a su naturaleza como
madre – se siente en el deber de buscar y curar a las parejas heridas con el
aceite de la acogida y de la misericordia; de ser «hospital de campo», con las
puertas abiertas para acoge a quien llama pidiendo ayuda y apoyo; aun más, de
salir del propio recinto hacia los demás con amor verdadero, para caminar con
la humanidad herida, para incluirla y conducirla a la fuente de salvación.
Una Iglesia que enseña y defiende los valores fundamentales, sin
olvidar que «el sábado se hizo para el hombre y no el hombre para el sábado»
(Mc 2,27); y que Jesús también dijo: «No necesitan médico los sanos, sino los
enfermos. No he venido a llamar justos, sino pecadores» (Mc 2,17). Una Iglesia
que educa al amor autentico, capaz de alejar de la soledad, sin olvidar su
misión de buen samaritano de la humanidad herida.
Recuerdo a san Juan Pablo II cuando decía: «El error y el mal
deben ser condenados y combatidos constantemente; pero el hombre que cae o se
equivoca debe ser comprendido y amado […] Nosotros debemos amar nuestro tiempo
y ayudar al hombre de nuestro tiempo.»
Y la Iglesia debe buscarlo, acogerlo y acompañarlo, porque una
Iglesia con las puertas cerradas se traiciona a sí misma y a su misión, y en
vez de ser puente se convierte en barrera: «El santificador y los santificados
proceden todos del mismo. Por eso no se avergüenza de llamarlos hermanos» (Hb
2,11).
Con
este espíritu, le pedimos al Señor que nos acompañe en el Sínodo y que guíe a
su Iglesia a través de la intercesión de la Santísima Virgen María y de San
José, su castísimo esposo".
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