Ha comenzado solemnemente la XIV Asamblea General Ordinaria
del Sínodo de los Obispos, que aborda "La vocación y la misión
de la familia en la Iglesia y en el mundo contemporáneo". En tres semanas
de trabajo los padres sinodales deberán intentar responder a las expectativas
de las familias del mundo, pero también tendrán la compleja tarea de conducir a
la Iglesia por los caminos del futuro, ayudándola a recuperar ese lugar
privilegiado de ser un referente moral en la conciencia de los fieles.
Este sínodo lleva la impronta apostólica
de Francisco, el papa de la
misericordia, quien ha puesto a la Iglesia en sintonía con el mundo, al renovar
la imagen institucional y posicionarla en un sitial de reconocimiento universal
impensado, como no la había tenido en los últimos 50 años. Precisamente, el
servicio innegable de Francisco ha sido re-conciliar a la Iglesia con los
destinarios de su misión, eslabón fundamental para emprender con eficacia
aquella anhelada Nueva Evangelización; nueva en su ardor, en sus métodos y en
su expresión.
Hoy como nunca, Francisco ha puesto a la Iglesia en la senda del futuro,
gracias a sus gestos y actitudes que han traído de vuelta a la esperanza del
Evangelio, a una multitud de hombres y mujeres de todos los rincones del mundo.
Un hombre, auténticamente cristificado, ha sentado las bases de aquel esperado
aggiornamento conciliar. Los frutos de sus viajes apostólicos están a la vista
y revelan cómo bajo las cenizas está el fuego del Evangelio, que enciende con
fuerza con solo volver a contemplar los gestos y las sencillas enseñanzas de
Jesús.
La Iglesia ha cambiado indudablemente, en
muy poco tiempo. Basta imaginar cuán lejano resulta hoy el recuerdo de aquella
febril hostilidad eclesial contra un mundo que, tantas veces demonizado por un
magisterio y una doctrina implacable, se había vuelto impermeable al Evangelio. Atrás quedan, como vetustas reminiscencias, los estertores de una
cristiandad, de días en que la "dictadura del
relativismo" movilizaba las energías pastorales. La esterilidad evangélica
de aquella antigua evangelización es evidente, de ahí la necesidad imperiosa de
renovarla.
Como en los tiempos de Jesús, queda la
certeza que no son las inamovibles seguridades doctrinales las que con-mueven
los corazones humanos, sino los gestos y actitudes que, acompañados de
misericordia, congregan, incluyen e invitan a experimentar la consoladora y
tierna alegría del Evangelio. No son la rigidez de las leyes
implacables las que doblegan la conducta humana, sino la solidaria
andadura de quienes se aventuran por las fronteras de las más diversas
realidades, testimoniando cercanía y calidez fraterna, hasta desencadenar
humildemente esa respuesta kerygmática que lleva a reconocer sin palabras:
"creo en tú Dios compasivo", porque ese otro dios severo de los
jueces nunca fue aceptado.
En este sentido, el Sínodo de la Familia,
que ha sido precedido de fuertes presiones y pudorosas estrategias, destinadas
a boicotear los anhelos reformistas del papa, enfrenta una disyuntiva
fundamental para el futuro de la Iglesia: seguir siendo una comunidad de
creyentes sumisos, sin ninguna repercusión social, con el riesgo de convertirse
en un ghetto, o bien, asumir con parresía apostólica la
transformación social y cultural del mundo y encarnarse en esa realidad
desafiante, con el Evangelio de siempre y con respeto a la conciencia de las
personas, siguiendo el ejemplo de Jesucristo que se dejó conmover por los
sufrimientos humanos y que aceptó la cruz, que le impusieron los rigoristas de
siempre, para ponerse definitivamente del lado de los marginados de la
historia.
Siendo la Eucaristía el misterio central
de la fe, el acceso a la comunión sacramental es la medida de la coherencia
evangélica que pueda expresar la Iglesia de cara a la sociedad y al futuro.
Es también la vara conque el mundo juzgará a este Sínodo, respecto de su
disposición para acompañar al papa Francisco en su afán de lanzar a la Iglesia
hacia adelante con una verdadera Nueva Evangelización.
(Marco A. Velásquez).
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