«Queridos
hermanos y hermanas ¡buenos días!
Concluye hoy la lectura del capítulo sexto del
Evangelio de Juan, con las palabras sobre el ¡Pan de la vida’, pronunciadas por
Jesús, al día siguiente del milagro de la multiplicación de los panes y peces.
Al final de su
sermón, el gran entusiasmo del día anterior se apagó, porque Jesús había dicho
que era el Pan bajado del cielo y que daba su carne como alimento y su sangre
como bebida, aludiendo así claramente al sacrificio de su misma vida. Estas
palabras suscitaron desilusión en la gente, que las juzgó indignas del Mesías,
no ‘exitosas’
Algunos miraban a Jesús como a un Mesías que debía hablar y
actuar de modo que su misión tuviera éxito, ¡enseguida!¡Pero, precisamente
sobre esto se equivocaban: sobre el modo de entender la misión del Mesías!
Ni siquiera los discípulos logran aceptar ese lenguaje, lenguaje
inquietante del Maestro. Y el pasaje de hoy cuenta su malestar: «¡Es duro
este lenguaje! – decían - ¿Quién puede escucharlo?». (Jn 6,60)
En realidad, ellos entendieron bien las palabras de Jesús. Tan
bien que no quieren escucharlo, porque es un leguaje que pone en crisis su
mentalidad. Siempre las palabras de Jesús nos ponen en crisis; en crisis por
ejemplo, ante el espíritu del mundo, a la mundanidad. Pero Jesús ofrece la
clave para superar la dificultad; una clave hecha con tres elemento. Primero,
su origen divino: él ha bajado del cielo y subirá allí donde estaba antes (62).
Segundo, sus palabras se pueden comprender sólo a través de la
acción del Espíritu Santo, Aquel que «da la vida» (n. 63). Y es precisamente el
Espíritu Santo el que hace comprender bien a Jesús.
Tercero: la verdadera causa de la incomprensión de sus palabras
es la falta de fe: «hay entre ustedes algunos que no creen». (64), dice Jesús.
En efecto, desde ese momento, «muchos de sus discípulos se alejaron de él y
dejaron de acompañarlo». (n. 66) Ante estas defecciones, Jesús no hace
descuentos y no atenúa sus palabras, aún más obliga a realizar una opción
precisa: o estar con Él o separarse de Él, y dice a los Doce: «¿También ustedes
quieren irse?». (n. 67)
Entonces, Pedro hace su
confesión de fe en nombre de los otros Apóstoles: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes
palabras de Vida eterna. (n. 68) No dice: ‘¿dónde iremos?’, sino ‘¿a quién
iremos?’. El problema de fondo no es ir y abandonar la obra emprendida, sino a
quién ir. De esa pregunta de Pedro, nosotros comprendemos que la fidelidad a
Dios es cuestión de fidelidad a una persona, con la cual nos enlazamos para
caminar juntos por el mismo camino. Y esta persona es Jesús. Todo lo que
tenemos en el mundo no sacia nuestra hambre de infinito. ¡Tenemos necesidad de
Jesús, de estar con Él, de alimentarnos en su mesa, con sus palabras de vida
eterna!
Creer en Jesús significa
hacer de Él el centro, el sentido de nuestra vida. Cristo no es un
elemento accesorio: es el ‘pan vivo’, el alimento indispensable. Ligarse a Él,
en una verdadera relación de fe y de amor, no significa estar encadenados, sino
ser profundamente libres, siempre en camino.
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