domingo, 23 de agosto de 2015

María nos ayude a ir a Jesús, para experimentar la libertad que Él nos da, alienta el Papa

«Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!

Concluye hoy la lectura del capítulo sexto del Evangelio de Juan, con las palabras sobre el ¡Pan de la vida’, pronunciadas por Jesús, al día siguiente del milagro de la multiplicación de los panes y peces.

Al final de su sermón, el gran entusiasmo del día anterior se apagó, porque Jesús había dicho que era el Pan bajado del cielo y que daba su carne como alimento y su sangre como bebida, aludiendo así claramente al sacrificio de su misma vida. Estas palabras suscitaron desilusión en la gente, que las juzgó indignas del Mesías, no ‘exitosas’

Algunos miraban a Jesús como a un Mesías que debía hablar y actuar de modo que su misión tuviera éxito, ¡enseguida!¡Pero, precisamente sobre esto se equivocaban: sobre el modo de entender la misión del Mesías!
Ni siquiera los discípulos logran aceptar ese lenguaje, lenguaje inquietante del Maestro. Y el  pasaje de hoy cuenta su malestar: «¡Es duro este lenguaje! – decían - ¿Quién puede escucharlo?». (Jn 6,60)
En realidad, ellos entendieron bien las palabras de Jesús. Tan bien que no quieren escucharlo, porque es un leguaje que pone en crisis su mentalidad. Siempre las palabras de Jesús nos ponen en crisis; en crisis por ejemplo, ante el espíritu del mundo, a la mundanidad. Pero Jesús ofrece la clave para superar la dificultad; una clave hecha con tres elemento. Primero, su origen divino: él ha bajado del cielo y subirá allí donde estaba antes (62).
Segundo, sus palabras se pueden comprender sólo a través de la acción del Espíritu Santo, Aquel que «da la vida» (n. 63). Y es precisamente el Espíritu Santo el que hace comprender bien a Jesús.
Tercero: la verdadera causa de la incomprensión de sus palabras es la falta de fe: «hay entre ustedes algunos que no creen». (64), dice Jesús. En efecto, desde ese momento, «muchos de sus discípulos se alejaron de él y dejaron de acompañarlo». (n. 66) Ante estas defecciones, Jesús no hace descuentos  y no atenúa sus palabras, aún más obliga a realizar una opción precisa: o estar con Él o separarse de Él, y dice a los Doce: «¿También ustedes quieren irse?». (n. 67)
Entonces, Pedro hace su confesión de fe en nombre de los otros Apóstoles: «Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de Vida eterna. (n. 68) No dice: ‘¿dónde iremos?’, sino ‘¿a quién iremos?’. El problema de fondo no es ir y abandonar la obra emprendida, sino a quién ir. De esa pregunta de Pedro, nosotros comprendemos que la fidelidad a Dios es cuestión de fidelidad a una persona, con la cual nos enlazamos para caminar juntos por el mismo camino. Y esta persona es Jesús. Todo lo que tenemos en el mundo no sacia nuestra hambre de infinito. ¡Tenemos necesidad de Jesús, de estar con Él, de alimentarnos en su mesa, con sus palabras de vida eterna!


Creer en Jesús significa hacer de Él el centro, el sentido de nuestra vida.  Cristo no es un elemento accesorio: es el ‘pan vivo’, el alimento indispensable. Ligarse a Él, en una verdadera relación de fe y de amor, no significa estar encadenados, sino ser profundamente libres, siempre en camino.

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