Dulce Señor mío, vuelve generosamente tus ojos
misericordiosos hacia este tu pueblo, al mismo tiempo que hacia el cuerpo
místico de tu Iglesia; porque será mucho mayor tu gloria si te apiadas de la
inmensa multitud de tus criaturas, que si sólo te compadeces de
mí, miserable, que tanto ofendí a tu Majestad. [...]
Quiero, por tanto, y te pido como gracia singular, que la inestimable
caridad que te impulsó a crear al hombre a tu imagen y semejanza no se vuelva
atrás ante esto. ¿Qué cosa, o quién, te ruego, fue el motivo de que
establecieras al hombre en semejante dignidad? Ciertamente, nada que no fuera
el amor inextinguible con el que contemplaste a tu criatura en ti mismo y te
dejaste cautivar de amor por ella. Pero reconozco abiertamente que a causa de la
culpa del pecado perdió con toda justicia la dignidad en que la habías puesto.
A pesar de lo cual, impulsado por este mismo amor, y con el deseo de
reconciliarte de nuevo por gracia al género humano, nos entregaste la palabra
de tu Hijo unigénito: Él fue efectivamente el mediador y reconciliador entre
nosotros y tú, y nuestra justificación, al castigar y cargar sobre sí todas
nuestras injusticias e iniquidades. Él lo hizo en virtud de la obediencia que
tú, Padre eterno, le impusiste, al decretar que asumiese nuestra humanidad.
¡Inmenso abismo de caridad! ¿Puede haber un corazón tan duro que pueda
mantenerse entero y no partirse al contemplar el descenso de la infinita
sublimidad hasta lo más hondo de la vileza, como es la de la condición humana?
Nosotros somos tu imagen, y tú eres la nuestra, gracias a la unión que
realizaste en el hombre, al ocultar tu eterna deidad bajo la miserable nube e
infecta masa de la carne de Adán. Y esto, ¿por qué? No por otra causa que por
tu inefable amor. Por este inmenso amor es por el que suplico humildemente a tu
Majestad, con todas las fuerzas de mi alma, que te apiades con toda tu
generosidad de tus miserables criaturas.
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