Queridos hermanos y hermanas,
¡buenos días!
En este domingo prosigue la
lectura del capítulo sexto del Evangelio de Juan, donde Jesús, habiendo
cumplido el gran milagro de la multiplicación de los panes, explica a la gente
el significado de aquel “signo” (Jn 6,41-51).
Como había hecho antes con la Samaritana, a partir de la experiencia de la sed y del signo del agua, Jesús aquí parte de la experiencia del hambre y del signo del pan, para revelarse e invitarnos a creer en Él.
La gente lo busca, la gente lo
escucha, porque se ha quedado entusiasmada con el milagro: ¡querían hacerlo
rey! Pero cuando Jesús afirma que el verdadero pan, donado por Dios, es Él
mismo, muchos se escandalizan, no comprenden, y comienzan a murmurar entre
ellos: «¿Acaso este – decían - no es Jesús, el hijo de José? Nosotros conocemos
a su padre y a su madre. ¿Cómo puede decir ahora: «Yo he bajado del cielo»? (Jn
6,42). Y comienzan a murmurar. Entonces Jesús responde: «Nadie puede venir a
mí, si no lo atrae el Padre que me envió», y añade «Les aseguro que el que
cree, tiene Vida eterna» (vv 44.47).
Nos sorprende, y nos hace
reflexionar esta palabra del Señor: “Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el
padre”, “el que cree en mí, tiene Vida eterna”. Nos hace reflexionar. Esta
palabra se introduce en la dinámica de la fe, que es una relación: la relación
entre la persona humana, todos nosotros, y la Persona de Jesús, donde un papel
decisivo juega el Padre, y naturalmente, también el Espíritu Santo, que está
implícito aquí. No basta encontrar a Jesús para creer en Él, no basta leer la
Biblia, el Evangelio: esto es importante ¿eh? Pero no basta. No basta ni
siquiera asistir a un milagro, como aquel de la multiplicación de los panes.
Muchas personas estuvieron en estrecho contacto con Jesús y no le creyeron, es
más, también lo despreciaron y condenaron. Y yo me pregunto: ¿por qué, esto?
¿No fueron atraídos por el padre? No: esto sucedió porque su corazón estaba
cerrado a la acción del Espíritu de Dios. Y si tú tienes el corazón cerrado la
fe no entra. Dios Padre siempre nos atrae hacia Jesús: somos nosotros quienes
abrimos nuestro corazón o lo cerramos.
En cambio la fe, que es como
una semilla en lo profundo del corazón, florece cuando nos dejamos “atraer” por
el Padre hacia Jesús, y “vamos a Él” con ánimo abierto, con corazón abierto,
sin prejuicios; entonces reconocemos en su rostro el Rostro de Dios y en sus
palabras la Palabra de Dios, porque el Espíritu Santo nos ha hecho entrar en la
relación de amor y de vida que hay entre Jesús y Dios Padre. Y allí nosotros
recibimos el don, el regalo de la fe.
Así, con esta actitud de fe,
podemos comprender el sentido del “Pan de la vida” que Jesús nos dona, y que Él
expresa de esta manera: «Yo soy el pan vivo bajado del cielo. El que coma de
este pan vivirá eternamente, y el pan que yo daré es mi carne para la Vida del
mundo» (Jn 06:51). En Jesús, en su “carne” - es decir, en su concreta humanidad
– está presente todo el amor de Dios, que es el Espíritu Santo. Quien se deja
atraer por este amor va hacia Jesús, y va con fe, y recibe de Él la vida, la
vida eterna.
Aquella que ha vivido esta
experiencia en modo ejemplar es la Virgen de Nazaret, María: la primera persona
humana que ha creído en Dios recibiendo la carne de Jesús. Aprendamos de Ella,
nuestra Madre, la alegría y la gratitud por el don de la fe. Un don que no es
“privado”, un don que no es “propiedad privada”, sino que es un don para
compartir: es un don «para la vida del mundo».
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