María Magdalena, cuando llegó al
sepulcro y no encontró allí el cuerpo del Señor, creyó que alguien se lo había
llevado y así lo comunicó a los discípulos. Ellos fueron también al sepulcro,
miraron dentro y creyeron que era tal como aquella mujer les había dicho. Y
dice el evangelio acerca de ellos; Los discípulos se volvieron a su casa. Y
añade, a continuación: Fuera, junto al sepulcro, estaba María, llorando.
Lo que hay que considerar en
estos hechos es la intensidad del amor que ardía en el corazón de aquella
mujer, que no se apartaba del sepulcro, aunque los discípulos se habían
marchado de allí. Buscaba al que no había hallado, lo buscaba llorando y,
encendida en el fuego de su amor, ardía en deseos de aquel a quien pensaba que
se lo habían llevado. Por esto, ella fue la única en verlo entonces, porque se
había quedado buscándolo, pues lo que da fuerza a las buenas obras es la
perseverancia en ellas, tal como afirma la voz de aquel que es la Verdad en
persona: El que persevere hasta el final se salvará.
Primero lo buscó, sin
encontrarlo; perseveró luego en la búsqueda, y así fue como lo encontró; con la
dilación, iba aumentando su deseo, y este deseo aumentado le valió hallar lo
que buscaba. Los santos deseos, en efecto, aumentan con la dilación. Si la dilación
los enfría, es porque no son o no eran verdaderos deseos. Todo aquel que ha
sido capaz de llegar a la verdad es porque ha sentido la fuerza de este amor.
Por esto dice David: Mi alma tiene sed de Dios vivo: ¿cuándo entraré a ver el
rostro de Dios? Idénticos sentimientos expresa la Iglesia cuando dice, en el
Cantar de los cantares: Estoy enferma de amor; y también: Mi alma se derrite.
Mujer, ¿por qué lloras?, ¿a quién
buscas? Se le pregunta la causa de su dolor con la finalidad de aumentar su
deseo, ya que, al recordarle a quién busca, se enciende con más fuerza el fuego
de su amor.
Jesús le dice: «¡María!» Después
de haberla llamado con el nombre genérico de «mujer», sin haber sido
reconocido, la llama ahora por su nombre propio. Es como si le dijera:
«Reconoce a aquel que te reconoce
a ti. Yo te conozco, no de un modo genérico, como a los demás, sino en
especial».
María, al sentirse llamada por su
nombre, reconoce al que lo ha pronunciado, y, al momento, lo llama: «Rabboni»,
es decir: «Maestro», ya que el mismo a quien ella buscaba exteriormente era el
que interiormente la instruía para que lo buscase.
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