En las lecturas bíblicas que hemos escuchado ha resonado varias veces la
palabra «paz». Palabra profética por excelencia. Paz es el sueño de Dios, es el
proyecto de Dios para la humanidad, para la historia, con toda la creación. Y
es un proyecto que encuentra siempre oposición por parte del hombre y por parte
del maligno. También en nuestro tiempo, el deseo de paz y el compromiso por
construirla contrastan con el hecho de que en el mundo existen numerosos
conflictos armados. Es una especie de tercera guerra mundial combatida «por
partes»; y, en el contexto de la comunicación global, se percibe un clima de
guerra.
Hay quien este clima lo quiere crear y fomentar deliberadamente, en particular
los que buscan la confrontación entre las distintas culturas y civilizaciones,
y también cuantos especulan con las guerras para vender armas. Pero la guerra
significa niños, mujeres y ancianos en campos de refugiados; significa
desplazamientos forzados; significa casas, calles, fábricas destruidas;
significa, sobre todo, vidas truncadas. Ustedes lo saben bien, por haberlo
experimentado precisamente aquí, cuánto sufrimiento, cuánta destrucción, cuánto
dolor. Hoy, queridos hermanos y hermanas, se eleva una vez más desde esta
ciudad el grito del pueblo de Dios y de todos los hombres y mujeres de buena
voluntad: ¡Nunca más la guerra!
Dentro de este clima de guerra, como un rayo de sol que atraviesa las nubes,
resuena la palabra de Jesús en el Evangelio: «Bienaventurados los constructores
de paz» (Mt 5,9). Es una llamada siempre actual, que vale para todas las
generaciones. No dice: «Bienaventurados los predicadores de paz»: todos son
capaces de proclamarla, incluso de forma hipócrita o aun engañosa. No. Dice:
«Bienaventurados los constructores de paz», es decir, los que la hacen. Hacer
la paz es un trabajo artesanal: requiere pasión, paciencia, experiencia, tesón.
Bienaventurados quienes siembran paz con sus acciones cotidianas, con actitudes
y gestos de servicio, de fraternidad, de diálogo, de misericordia… Estos, sí,
«serán llamados hijos de Dios», porque Dios siembra paz, siempre, en todas
partes; en la plenitud de los tiempos ha sembrado en el mundo a su Hijo para
que tuviésemos paz. Hacer la paz es un trabajo que se realiza cada día, paso a
paso, sin cansarse jamás.
Y ¿cómo se hace, cómo se construye la paz? Nos lo ha recordado de forma
esencial el profeta Isaías: «La obra de la justicia será la paz» (32,17). «Opus
iustitiae pax», según la versión de la Vulgata, convertida en un lema célebre
adoptado proféticamente por el Papa Pío XII. La paz es obra de la justicia.
Tampoco aquí retrata una justicia declamada, teorizada, planificada… sino una
justicia practicada, vivida. Y el Nuevo Testamento nos enseña que el pleno
cumplimiento de la justicia es amar al prójimo como a sí mismo (cf. Mt 22,39;
Rm 13,9). Cuando nosotros seguimos, con la gracia de Dios, este mandamiento,
¡cómo cambian las cosas! ¡Porque cambiamos nosotros! Esa persona, ese pueblo,
que vemos como enemigo, en realidad tiene mi mismo rostro, mi mismo corazón, mi
misma alma. Tenemos el mismo Padre en el cielo. Entonces, la verdadera justicia
es hacer a esa persona, a ese pueblo, lo que me gustaría que me hiciesen a mí,
a mi pueblo (cf. Mt 7,12).
San Pablo, en la segunda lectura, nos ha indicado las actitudes necesarias para
la paz: «Revístanse de compasión entrañable, bondad, humildad, mansedumbre,
paciencia. Sobrellévense mutuamente y perdónense cuando alguno tenga quejas
contra otro. El Señor los ha perdonado: ustedes hagan lo mismo» (3, 12-13).
Estas son las actitudes para ser “artesanos” de paz en lo cotidiano, allí donde
vivimos. Pero no nos engañemos creyendo que esto depende sólo de nosotros.
Caeríamos en un moralismo ilusorio. La paz es don de Dios, no en sentido
mágico, sino porque Él, con su Espíritu, puede imprimir estas actitudes en
nuestros corazones y en nuestra carne, y hacer de nosotros verdaderos
instrumentos de su paz. y, profundizando más todavía, el Apóstol dice que la
paz es don de Dios porque es fruto de su reconciliación con nosotros. Sólo si
se deja reconciliar con Dios, el hombre puede llegar a ser constructor de paz.
Queridos hermanos y hermanas, hoy pedimos juntos al Señor, por la intercesión
de la Virgen María, la gracia de tener un corazón sencillo, la gracia de la
paciencia, la gracia de luchar y trabajar por la justicia, de ser
misericordiosos, de construir la paz, de sembrar la paz y no guerra y
discordia. Este es el camino que nos hace felices, que nos hace
bienaventurados.
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