Unos años
antes de empezar su vida entre las carmelitas descalzas de Colonia, Edith Stein
reflexionaba acerca de la voluntad de Dios y preguntaba: «¿Cómo podemos
pronunciar ese “hágase tu voluntad” si no tenemos ninguna certeza de lo que la
voluntad de Dios exige de nosotros?».
Edith
buscaba, aunque ya había experimentado que Dios va por delante dando luz. Decía
que el Espíritu del Señor «se deja encontrar, cuando lo buscamos. Sí,
Él espera no solamente a que lo busquemos, Él está continuamente en nuestra
búsqueda y nos viene al encuentro».
Así como
Pablo escribía a la comunidad de Corinto que, bajo la fuerza del Espíritu es
posible reconocer que Jesús es Señor, Edith apuntaba que al acoger este
Espíritu, se puede descubrir la voluntad de Dios y vivirla. Y recordaba cómo
escuchar al Espíritu: «Ah, si solo aprendiéramos a escuchar
vivamente, con el espíritu y el corazón en vez de con sentidos muertos,
entonces experimentaríamos que la Palabra de Dios es vida y que con ella entra
en nosotros la fuerza de Cristo».
Si en Corinto
había problemas, el mundo que rodeaba a Edith vivía una crisis importante. Sin
embargo, los dos hacen la experiencia del Espíritu, los dos descubren la
fuerza que nace cuando es Él quien da vida a la propia vida. Aquel Espíritu
del que Pablo decía que es un Espíritu de «energía, amor y buen juicio», no un
espíritu cobarde, es el que movía también a Edith. Y con razón sentía que su
trabajo implicaba «la gran tarea de liberar energías positivas».
Edith estaba
convencida de que el Espíritu que había prometido Jesús, para guiar a los
creyentes y llevarlos a la verdad plena, inspira el interior de quien quiere
descubrir los caminos de Dios. Decía: «Cuando se sabe prestar atención
a lo que en el silencio del corazón habla el Espíritu de Dios, y se decide, no
solo a escuchar, sino a cumplir la Palabra», entonces se puede responder a la
llamada de Dios y «colaborar en la obra de la Redención de Cristo».
«Escuchar
vivamente» era lo que creía Edith que hay que hacer para comprender la voluntad
de Dios. Ella formulaba de un modo muy sencillo qué es la voluntad de Dios.
Decía que Él «vino al mundo para salvarnos, para unirnos con Él y para
unirnos entre nosotros, y para hacer nuestra voluntad semejante a la suya».
Cuando Pablo
explica a los corintios que el Espíritu se manifiesta en cada quien para el
bien común, está hablando de cuál es la voluntad de Dios. Y cuando pide a los
hermanos de Galacia que caminen según el Espíritu, está diciéndoles que
comprendan la voluntad de Dios, que es una voluntad de amor y comunión.
«Rompamos
filas y ayudémonos mutuamente» –pedía Edith– para vivir la fe, para ser
testigos, para buscar el bien común y caminar según el Espíritu. Para poder
decir «hágase».
Edith sabía
que no hay certezas en el camino de la fe, que siempre es una apuesta del «todo
por el todo». Había entendido que quien ama de verdad, guarda los mandamientos
de Jesús y cumple la voluntad de Dios. Y sentía ya lo que su madre Teresa de
Jesús apuntaba: que «aun en esta vida da Dios ciento por uno».
Por eso,
cuando hable de vivir la voluntad de Dios, dirá que «quien cada día y
de corazón dice “Señor, hágase tu voluntad”, puede confiar plenamente en que no
actuará en contra de la voluntad de Dios, aun cuando no tenga una certeza
subjetiva».
También por
eso, creía que cuando se toma en serio la Palabra, cuando se da a los demás con
la propia vida, entonces es cuando la palabra humana es cauce de la vida que
Dios quiere repartir continuamente, es cauce del Espíritu de vida. Por eso
Edith decía:
«Si
aprendiéramos a hablar vivamente: a no distribuir la gran y santa Palabra como
monedas manoseadas, sino con todo su sentido, impregnado de frescura de un
espíritu despierto y de un corazón incandescente –entonces experimentaríamos
que en nuestras palabras vive la fuerza del Espíritu, que encienden vida,
irrumpen en otros corazones y los atraviesan todos hasta el cielo, y reparten
gracia y consuelo».
«Nadie puede
decir: Jesús es Señor, si no está movido por el Espíritu Santo»,
decía Pablo. Nadie puede decir: «Hágase tu voluntad» –dirá Edith- si no es
movido por ese mismo Espíritu.
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