Nada necesita el hombre como la divina Misericordia: ese amor
que quiere bien, que compadece, que eleva al hombre, por encima de su
debilidad, hacia las infinitas alturas de la santidad de Dios. [...] El mensaje
de la divina Misericordia ... [es] un mensaje claro e inteligible para todos.
Cada uno puede venir acá, contemplar este cuadro de Jesús misericordioso, su
Corazón que irradia gracias, y escuchar en lo más íntimo de su alma lo que oyó
la beata. «No tengas miedo de nada. Yo estoy siempre contigo» (Diario, cap.
II).
Y, si responde con sinceridad de corazón: «¡Jesús, confío en
ti!», encontrará consuelo en todas sus angustias y en todos sus temores. En
este diálogo de abandono se establece entre el hombre y Cristo un vínculo
particular, que genera amor. Y «en el amor no hay temor —escribe san Juan—;
sino que el amor perfecto expulsa el temor» (1Jn 4, 18). [...]
Siempre he apreciado y sentido cercano el mensaje de la
divina Misericordia. Es como si la historia lo hubiera inscrito en la trágica
experiencia de la segunda guerra mundial. En esos años difíciles fue un apoyo
particular y una fuente inagotable de esperanza, no sólo para los habitantes de
Cracovia, sino también para la nación entera. Ésta ha sido también mi
experiencia personal, que he llevado conmigo a la Sede de Pedro y que, en
cierto sentido, forma la imagen de este pontificado.
Doy gracias a la divina Providencia porque me ha concedido
contribuir personalmente al cumplimiento de la voluntad de Cristo, mediante la
institución de la fiesta de la divina Misericordia. Aquí, ante las reliquias de
la beata Faustina Kowalska, doy gracias también por el don de su beatificación.
Pido incesantemente a Dios que tenga «misericordia de nosotros y del mundo
entero».
«Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán
misericordia » (Mt 5, 7).
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