Cuaresma II (B)
Siempre es difícil emprender el camino cuaresmal. Entrar en el combate contra el demonio, descubrir la propia pobreza, nuestra incapacidad, practicar el ayuno, la oración, la limosna, es casi imposible si no tenemos una motivación más fuerte aún, si no tenemos delante la meta a la que caminamos. Por eso este domingo la Iglesia nos pone delante el pasaje de la transfiguración.
Muchas veces nos sacrificamos muchísimo por cosas que no valen tan siquiera la pena. Nos privamos de cosas para comprar un teléfono carísimo, para conseguir un título universitario, para comprar un coche, para conseguir qué sé yo cuántas cosas, que muchas cosas se convierten en auténticos ídolos para nosotros.
Cristo se lleva a Pedro, a Santiago y Juan para mostrarles algo que ninguno en este mundo puede mostrar, algo que no es el fruto de ninguna capacidad humana, algo que nadie puede darte. Y Pedro exclama: qué bien se está aquí. Ésta es la clave. El único motivo para meternos en combate es haber descubierto la belleza, haber descubierto que estar con Cristo es algo maravilloso. El cristianismo está fundado en un encuentro con el más bello de los hijos de Adán. ¡Qué bien se está con Cristo! ¡Todo es bello! ¡Todo está bien!
Ahora que hay tantas discusiones sobre la educación en España, con tantas leyes que hoy son de una manera y mañana de otra, los cristianos tenemos el deber moral de educar a nuestros hijos en la belleza, en el descubrimiento del rostro de Cristo, de quien se ha convertido en un desecho humano, desfigurado, sin aspecto atrayente, despreciado, maltratado, por amor nuestro. Su belleza no es una belleza de gimnasio y esteroides, es la belleza de quien sabe amar, la impronta de la sustancia de Dios, el amor mismo.
Celebraban en Israel la fiesta de las cabañas recordando el encuentro con Dios en el desierto, y se proclamaba la palabra de Dios, y el pueblo se alegraba. Nuestra fe no tiene como base una filosofía, una serie de ideas, ni un moralismo, un conjunto de normas más o menos rigurosas. No, de ninguna manera. El cristianismo descansa en la belleza, en la alegría profunda del hombre amado por Dios. Saber que estamos llamados a estar con uno que es maravilloso, con Cristo, que nos ama hasta dar la vida por nosotros.
Este es mi hijo, el Amado. ¿Cómo descubrir su belleza? Escuchándolo. Lo que vemos con nuestros ojos es algo que siempre queda fuera de nosotros. Dios no quiere hacer con nosotros algo meramente externo, no viene a maquillar nuestra vida. Dios quiere hacer con nosotros una obra que comienza dentro de nosotros. La palabra entra dentro de nosotros para hacer su obra. Y ¿qué es escuchar la palabra? ¿Oírla sin más, como la musiquilla de una sala de espera o de un aeropuerto? No. Escuchar es obedecer. “Ob-audire: Saber escuchar”.
¿Qué quiere decir eso de la resurrección de entre los muertos? Se preguntaban los discípulos bajando del monte. Dios nos muestra algo que no podemos entender ni alcanzar. Dios es más grande que nosotros, sabe más que nosotros. “Dios siempre sabe más” decía San Josemaría Escrivá de Balaguer.
Caminemos, pues, hacia la pascua. Que el Señor nos permita escuchar su palabra, obedecerle, hacer nuestra su vida, esperando que Él obre en nosotros la resurrección y la vida, esperando que nos haga gustar el cielo con los hermanos.
Siempre es difícil emprender el camino cuaresmal. Entrar en el combate contra el demonio, descubrir la propia pobreza, nuestra incapacidad, practicar el ayuno, la oración, la limosna, es casi imposible si no tenemos una motivación más fuerte aún, si no tenemos delante la meta a la que caminamos. Por eso este domingo la Iglesia nos pone delante el pasaje de la transfiguración.
Muchas veces nos sacrificamos muchísimo por cosas que no valen tan siquiera la pena. Nos privamos de cosas para comprar un teléfono carísimo, para conseguir un título universitario, para comprar un coche, para conseguir qué sé yo cuántas cosas, que muchas cosas se convierten en auténticos ídolos para nosotros.
Cristo se lleva a Pedro, a Santiago y Juan para mostrarles algo que ninguno en este mundo puede mostrar, algo que no es el fruto de ninguna capacidad humana, algo que nadie puede darte. Y Pedro exclama: qué bien se está aquí. Ésta es la clave. El único motivo para meternos en combate es haber descubierto la belleza, haber descubierto que estar con Cristo es algo maravilloso. El cristianismo está fundado en un encuentro con el más bello de los hijos de Adán. ¡Qué bien se está con Cristo! ¡Todo es bello! ¡Todo está bien!
Ahora que hay tantas discusiones sobre la educación en España, con tantas leyes que hoy son de una manera y mañana de otra, los cristianos tenemos el deber moral de educar a nuestros hijos en la belleza, en el descubrimiento del rostro de Cristo, de quien se ha convertido en un desecho humano, desfigurado, sin aspecto atrayente, despreciado, maltratado, por amor nuestro. Su belleza no es una belleza de gimnasio y esteroides, es la belleza de quien sabe amar, la impronta de la sustancia de Dios, el amor mismo.
Celebraban en Israel la fiesta de las cabañas recordando el encuentro con Dios en el desierto, y se proclamaba la palabra de Dios, y el pueblo se alegraba. Nuestra fe no tiene como base una filosofía, una serie de ideas, ni un moralismo, un conjunto de normas más o menos rigurosas. No, de ninguna manera. El cristianismo descansa en la belleza, en la alegría profunda del hombre amado por Dios. Saber que estamos llamados a estar con uno que es maravilloso, con Cristo, que nos ama hasta dar la vida por nosotros.
Este es mi hijo, el Amado. ¿Cómo descubrir su belleza? Escuchándolo. Lo que vemos con nuestros ojos es algo que siempre queda fuera de nosotros. Dios no quiere hacer con nosotros algo meramente externo, no viene a maquillar nuestra vida. Dios quiere hacer con nosotros una obra que comienza dentro de nosotros. La palabra entra dentro de nosotros para hacer su obra. Y ¿qué es escuchar la palabra? ¿Oírla sin más, como la musiquilla de una sala de espera o de un aeropuerto? No. Escuchar es obedecer. “Ob-audire: Saber escuchar”.
¿Qué quiere decir eso de la resurrección de entre los muertos? Se preguntaban los discípulos bajando del monte. Dios nos muestra algo que no podemos entender ni alcanzar. Dios es más grande que nosotros, sabe más que nosotros. “Dios siempre sabe más” decía San Josemaría Escrivá de Balaguer.
Caminemos, pues, hacia la pascua. Que el Señor nos permita escuchar su palabra, obedecerle, hacer nuestra su vida, esperando que Él obre en nosotros la resurrección y la vida, esperando que nos haga gustar el cielo con los hermanos.
Autor: Padre P.S.S.
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