Con la
imposición de las cenizas, se inicia una estación espiritual particularmente
relevante para todo cristiano que quiera prepararse dignamente para la vivir el
Misterio Pascual, es decir, la Pasión, Muerte y Resurrección del Señor Jesús.
Este
tiempo vigoroso del Año Litúrgico se caracteriza por el mensaje bíblico que
puede ser resumido en una sola palabra: "metanoeiete", es decir
"Convertíos". Este imperativo es propuesto a la mente de los fieles
mediante el rito austero de la imposición de ceniza, el cual, con las palabras
"Convertíos y creed en el Evangelio" y con la expresión
"Acuérdate que eres polvo y al polvo volverás", invita a todos a
reflexionar acerca del deber de la conversión, recordando la inexorable caducidad
y efímera fragilidad de la vida humana, sujeta a la muerte.
La
sugestiva ceremonia de la ceniza eleva nuestras mentes a la realidad
eterna que no pasa jamás, a Dios; principio y fin, alfa y omega de nuestra
existencia. La conversión no es, en efecto, sino un volver a Dios, valorando las
realidades terrenales bajo la luz indefectible de su verdad. Una valoración que
implica una conciencia cada vez más diáfana del hecho de que estamos de paso en
este fatigoso itinerario sobre la tierra, y que nos impulsa y estimula a trabajar
hasta el final, a fin de que el Reino de Dios se instaure dentro de nosotros y
triunfe su justicia.
Sinónimo
de "conversión" es así mismo la palabra "penitencia"...
Penitencia como cambio de mentalidad. Penitencia como expresión de libre y
positivo esfuerzo en el seguimiento de Cristo.
Tradición
En la
Iglesia primitiva, variaba la duración de la Cuaresma, pero eventualmente
comenzaba seis semanas (42 días) antes de la Pascua. Esto sólo daba por
resultado 36 días de ayuno (ya que se excluyen los domingos). En el siglo VII
se agregaron cuatro días antes del primer domingo de Cuaresma estableciendo los
cuarenta días de ayuno, para imitar el ayuno de Cristo en el desierto.
Era
práctica común en Roma que los penitentes comenzaran su penitencia pública el
primer día de Cuaresma. Ellos eran salpicados de cenizas, vestidos en sayal y
obligados a mantenerse lejos hasta que se reconciliaran con la Iglesia el
Jueves Santo o el Jueves antes de la Pascua. Cuando estas prácticas cayeron en
desuso (del siglo VIII al X), el inicio de la temporada penitencial de la
Cuaresma fué simbolizada colocando ceniza en las cabezas de toda la
congregación.
Hoy en día
en la Iglesia, el Miércoles de Ceniza, el cristiano recibe una cruz en la frente con las cenizas obtenidas al quemar
las palmas usadas en el Domingo de Ramos previo. Esta tradición de la Iglesia
ha quedado como un simple servicio en algunas Iglesias protestantes como la
anglicana y la luterana. La Iglesia Ortodoxa comienza la cuaresma desde el
lunes anterior y no celebra el Miércoles de Ceniza.
La ceniza,
del latín "cinis", es producto de la combustión de algo por el fuego.
Muy fácilmente adquirió un sentido simbólico de muerte, caducidad, y en sentido
trasladado, de humildad y penitencia. En Jonás 3,6 sirve, por ejemplo, para
describir la conversión de los habitantes de Nínive. Muchas veces se une al
"polvo" de la tierra: "en verdad soy polvo y ceniza", dice
Abraham en Gén. 18,27. El Miércoles de Ceniza, el anterior al primer domingo de
Cuaresma (muchos lo entenderán mejor diciendo que es le que sigue al carnaval),
realizamos el gesto simbólico de la imposición de ceniza en la frente (fruto de
la cremación de las palmas del año pasado). Se hace como respuesta a la Palabra
de Dios que nos invita a la conversión, como inicio y puerta del ayuno
cuaresmal y de la marcha de preparación a la Pascua. La Cuaresma empieza con
ceniza y termina con el fuego, el agua y la luz de la Vigilia Pascual. Algo
debe quemarse y destruirse en nosotros -el hombre viejo- para dar lugar a la
novedad de la vida pascual de Cristo.
Mientras
el ministro impone la ceniza dice estas dos expresiones, alternativamente:
"Arrepiéntete y cree en el Evangelio" (Cf Mc1,15) y "Acuérdate
de que eres polvo y al polvo has de volver" (Cf Gén 3,19): un signo y unas
palabras que expresan muy bien nuestra caducidad, nuestra conversión y
aceptación del Evangelio, o sea, la novedad de vida que Cristo cada año quiere
comunicarnos en la Pascua.
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