Los Magos fueron los primeros de la larguísima fila de aquellos que han
sabido encontrar a Cristo en su propia vida y que han conseguido llegar a
Aquel que es la luz del mundo, porque tuvieron humildad y no confiaron sólo
en su propia sabiduría.
A Belén, no los poderosos y los reyes de la tierra, sino unos Magos,
personajes desconocidos, quizás vistos con sospecha, en todo caso indignos de
particular atención.
Estos personajes procedentes de Oriente no son los últimos, sino los primeros
de la gran procesión de aquellos que, a través de todas las épocas de la
historia, saben reconocer el mensaje de la estrella, saben caminar por los
caminos indicados por la Sagrada Escritura y saben encontrar, así, a Aquél
que es aparentemente débil y frágil, pero que en cambio es capaz de dar la
alegría más grande y más profunda al corazón del hombre.
En Él, de hecho, se manifiesta la realidad estupenda de que Dios nos conoce y
está cerca de nosotros, de que su grandeza y poder no se expresan en la
lógica del mundo, sino en la lógica de un niño inerme, cuya fuerza es sólo la
del amor que se nos confía.
Los dones de los Magos, acto de justicia
Los Magos llevaron en regalo a Jesús oro, incienso e mirra. "No son
ciertamente dones que respondan a necesidades primarias", en aquel
momento la Sagrada Familia habría tenido ciertamente mucha más necesidad de
algo distinto que el incienso y la mirra, y tampoco el oro podía serle
inmediatamente útil.
Estos dones, sin embargo, tienen un significado profundo: son un acto de
justicia.
Según la mentalidad oriental, representan el reconocimiento de una persona
como Dios y Rey: es decir, son un acto de sumisión.
La consecuencia que deriva de ello es inmediata. Los Magos no pueden ya
proseguir por su camino. Han sido llevados para siempre al camino del Niño,
la que les hará desentenderse de los grandes y los poderosos de este mundo y
les llevará a Aquel que nos espera entre los pobres, el camino del amor que
por sí solo puede transformar el mundo.
No sólo, por tanto, los Magos se han puesto en camino, sino que desde aquel
acto ha comenzado algo nuevo, se ha trazado una nueva vía, ha bajado al mundo
una nueva luz que no se ha apagado.
Esa luz, no puede ya ser ignorada en el mundo: los hombres se moverán hacia
aquel Niño y serán iluminados por la alegría que solo Él sabe dar.
La importancia de la humildad
Sin embargo, aunque los pocos de Belén que reconocieron al Mesías se han
convertido en muchos a lo largo de la historia, los creyentes en Jesucristo
parecen ser siempre pocos.
Muchos han visto la estrella, pero son pocos los que han entendido su
mensaje.
¿Cuál es la razón por las que unos ven y encuentren, y otros no? ¿Qué es lo
que abre los ojos y el corazón? ¿Qué les falta a aquellos que permanecen
indiferentes, a aquellos que indican el camino pero no se mueven?
El obstáculo que lo impide, es la demasiada seguridad en sí mismos, la
pretensión de conocer perfectamente la realidad, la presunción de haber ya
formulado un juicio definitivo sobre las cosas volviendo cerrados e
insensibles sus corazones a la novedad de Dios.
Lo que falta es la humildad auténtica, que sabe someterse a lo que es más
grande, pero también el auténtico valor, que lleva a creer a lo que es
verdaderamente grande, aunque se manifieste en un Niño inerme.
Falta la capacidad evangélica de ser niños en el corazón, de asombrarse, y de
salir de sí para encaminarse en el camino que indica la estrella, el camino
de Dios.
El Señor sin embargo tiene el poder de hacernos capaces de ver y de
salvarnos,
Pido a Dios que nos de un corazón sabio e inocente, que nos consienta ver la
estrella de su misericordia, nos encamine en su camino, para encontrarle y
ser inundados por la gran luz y por la verdadera alegría que él ha traído a
este mundo.
Benedicto XVI, Solemnidad de la Epifanía del Señor
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