La invitación llega desde muy lejos. La historia
humana comenzó a partir de un acto de amor divino: “Hagamos al hombre”. El amor
daba inicio a la vida.
Ese acto magnífico se vio turbado por la respuesta del hombre, por un pecado
que significó una tragedia cósmica. Dios, a pesar de todo, no interrumpió su
Amor apasionado y fiel. Prometió que vendría el Mesías.
La humanidad entera fue invitada a la espera. El Pueblo escogido, el Israel de
Dios, recibió nuevos avisos, oteó que el Mesías llegaría en algún momento de la
historia. El pasar de los siglos no apagó la esperanza. El Señor iba a cumplir,
pronto, su promesa.
Esa invitación llega ahora a mi vida. También yo espero salir de mi pecado.
También yo necesito sentir el Amor divino que me acompaña en la hora de la
prueba. También yo escucho una voz profunda que me pide dejar el egoísmo para
dedicarme a servir a mis hermanos.
¿Desde dónde comienzo este camino? Quizá desde la tibieza de un cristianismo
apagado y pobre. Quizá desde odios profundos hacia quien me hizo daño. Quizá
desde pasiones innobles que me llevan a caer continuamente en el pecado. Quizá
desde la tristeza por ver tan poco amor y tantas promesas fracasadas.
La voz vuelve a llamar. En el desierto del mundo, en la soledad de la multitud
urbana, en la calma de la noche invadida por los ruidos, en las risas de una
fiesta sin sentido... La voz pide, suplica, espera que dé un primer paso, que
abra el Evangelio, que escuche la voz de Juan el Bautista, que abandone
injusticias y perezas, que mira hacia delante.
El Salvador llega. Juan lo anuncia. La voz que suena en el desierto llega hasta
nosotros: “El tiempo se ha cumplido y el Reino de Dios está cerca; convertíos y
creed en el Evangelio” (Mc 1,15-16).
Autor: P. Fernando Pascual
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