¡Queridos hermanos y hermanas buenos días!
El Evangelio de hoy nos recuerda que toda la Ley divina se resume en el amor por Dios y por el prójimo. El Evangelista Mateo cuenta que algunos fariseos se pusieron de acuerdo para probar a Jesús (cfr 22,34-35). Uno de ellos, un doctor de la ley, le dirige esta pregunta : «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?»(v. 36). Jesús, citando el Libro del Deuteronomio, responde: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento» (vv. 37-38).
El Evangelio de hoy nos recuerda que toda la Ley divina se resume en el amor por Dios y por el prójimo. El Evangelista Mateo cuenta que algunos fariseos se pusieron de acuerdo para probar a Jesús (cfr 22,34-35). Uno de ellos, un doctor de la ley, le dirige esta pregunta : «Maestro, ¿cuál es el mandamiento más grande de la Ley?»(v. 36). Jesús, citando el Libro del Deuteronomio, responde: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu espíritu. Este es el más grande y el primer mandamiento» (vv. 37-38).
Habría podido
detenerse aquí. En cambio Jesús agrega algo que no había sido preguntado por el
doctor de la ley. De hecho dice: «El segundo es semejante al primero: Amarás a
tu prójimo como a ti mismo» (v. 39). Este segundo mandamiento tampoco lo
inventa Jesús, sino que lo retoma del Libro del Levítico. Su novedad consiste
justamente en el juntar estos dos mandamientos – el amor por Dios y el amor por
el prójimo – revelando que son inseparables y complementarios, son las dos caras
de una misma medalla. No se puede amar a Dios sin amar al prójimo y no se puede
amar al prójimo sin amar a Dios. El Papa Benedicto nos ha dejado un bellísimo
comentario sobre este tema en su primera Encíclica Deus caritas est (nn. 16-18).
En efecto, la señal visible que el cristiano
puede mostrar para testimoniar el amor de Dios al mundo y a los demás, a su
familia, es el amor por los hermanos. El mandamiento del amor a Dios y al
prójimo es el primero no porque está encima del elenco de los mandamientos. Jesús
no lo coloca en el vértice, sino al centro, porque es el corazón desde el cual
debe partir todo y hacia donde todo debe regresar y servir de referencia.
Ya en el Antiguo Testamento la exigencia de ser santos, a imagen de Dios que es santo, comprendía también el deber de ocuparse de las personas más débiles como el forastero, el huérfano, la viuda (cfr Es 22,20-26). Jesús lleva a cumplimento esta ley de alianza, Él que une en sí mismo, en su carne, la divinidad y la humanidad, en un único misterio de amor.
Ya en el Antiguo Testamento la exigencia de ser santos, a imagen de Dios que es santo, comprendía también el deber de ocuparse de las personas más débiles como el forastero, el huérfano, la viuda (cfr Es 22,20-26). Jesús lleva a cumplimento esta ley de alianza, Él que une en sí mismo, en su carne, la divinidad y la humanidad, en un único misterio de amor.
A este punto, a la luz de esta palabra de Jesús, el amor es la medida de la fe, y la fe es el alma del amor. No podemos separar más la vida religiosa, de piedad, del servicio a los hermanos, de aquellos hermanos concretos que encontramos. No podemos dividir más la oración, el encuentro con Dios en los Sacramentos, de la escucha del otro, de la cercanía a su vida, especialmente a sus heridas. Acuérdense de esto: el amor es la medida de la fe. Tú ¿cuánto amas? Cada uno se responda ¿Cómo es tu fe? Mi fe es como yo amo. Y la fe es el alma del amor.
En medio de la densa selva de preceptos y
prescripciones – de los legalismos de ayer y de hoy – Jesús abre un claro que
permite ver dos rostros: el rostro del Padre y aquel del hermano. No nos
entrega dos fórmulas o dos preceptos: no son preceptos y fórmulas; nos entrega
dos rostros, es más un solo rostro, aquel de Dios que se refleja en tantos
rostros, porque en el rostro de cada hermano, especialmente el más pequeño,
frágil, indefenso y necesitado está presente la imagen misma de Dios. Y
deberiamos preguntarnos, cuando encontramos a uno de estos hermanos, si somos
capaces de reconocer en él el rostro de Cristo: ¿somos capaces de esto?
De esta forma Jesús ofrece a cada hombre el criterio fundamental sobre el cual edificar la propia vida. Pero sobre todo Él nos dona el Espíritu Santo, que nos permite amar a Dios y al prójimo como Él, con corazón libre y generoso. Por intercesión de María, nuestra Madre, abrámonos para acoger este don de amor, para caminar siempre en esta ley de los dos rostros, que son un solo rostro: la ley del amor.
(Traducción del italiano, Raúl Cabrera - Radio Vaticano)
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