Del sermón de Anastasio Sinaíta, obispo, en el día de la
Transfiguración del Señor (Núms. 6-10: Mélanges d'archéologie et d'histoire 67 (1955), 241-244)
El misterio que hoy celebramos lo
manifestó Jesús a sus discípulos en el monte Tabor.
En efecto, después de haberles hablado, mientras iba con ellos, acerca del reino y de su segunda venida gloriosa, teniendo en cuenta que quizá no estaban muy convencidos de lo que les había anunciado acerca del reino, y deseando infundir en sus corazones una firmísima e íntima convicción, de modo que por lo presente creyeran en lo futuro, realizó ante sus ojos aquella admirable manifestación, en el monte Tabor, como una imagen prefigurativa del reino de los cielos. [...]
Y el evangelista, para mostrar
que el poder de Cristo estaba en armonía con su voluntad, añade:
Seis días después, Jesús tomó consigo a Pedro, a Santiago y a su hermano Juan, y se los llevó aparte a una montaña alta. Se transfiguró delante de ellos, y su rostro resplandecía como el sol, y sus vestidos se volvieron blancos como la luz. Y se les aparecieron Moisés y Elías conversando con él.
Éstas son las maravillas de la
presente solemnidad, éste es el misterio, saludable para nosotros, que
ahora se ha cumplido en la montaña, ya que ahora nos reúne la muerte y, al
mismo tiempo, la festividad de Cristo. Por esto... escuchemos la voz divina y sagrada que nos llama con insistencia desde lo alto, desde la cumbre de la montaña. Debemos apresurarnos a ir hacia allí —así me atrevo a decirlo— como Jesús, que allí en el cielo es nuestro guía y precursor, con quien brillaremos con nuestra mirada espiritualizada, renovados en cierta manera en los trazos de nuestra alma, hechos conformes a su imagen, y, como él, transfigurados continuamente y hechos partícipes de la naturaleza divina, y dispuestos para los dones celestiales.
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