De los tratados de san Agustín, obispo, sobre el evangelio de san Juan
El Señor dijo concisamente: Yo soy la luz del mundo: el que
me sigue no camina en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Con estas
palabras nos mandó una cosa y nos prometió otra. Hagamos lo que nos mandó y, de
esta forma, no desearemos de manera insolente lo que nos prometió; no sea que tenga que decirnos el día
del juicio: «¿Hiciste lo que mandé, para poder pedirme ahora lo que prometí?»
«¿Qué es lo que mandaste, Señor, Dios nuestro?» Te dice: «Que me siguieras.»
[...]
El Señor abre los ojos al ciego. Quedaremos
iluminados, hermanos, si tenemos el colirio de la fe. Porque fue necesaria la
saliva de Cristo mezclada con tierra para ungir al ciego de nacimiento. También
nosotros hemos nacido ciegos por causa de Adán, y necesitamos que el Señor nos
ilumine. Mezcló saliva con tierra; por ello está escrito: La Palabra se hizo
carne y acampó entre nosotros. Mezcló saliva con tierra, pues estaba también
anunciado: La verdad brota de la tierra. [...]
Si lo amas, síguelo. «Yo lo amo —me dices—, pero
¿por qué camino lo sigo?» [...] Oye que el Señor dice primero: Yo soy el
camino. [...] Primero dijo por donde tenías que ir, y luego a donde. Yo soy el
camino, y la verdad, y la vida. Permaneciendo junto al Padre, es la verdad y la
vida; al vestirse de carne, se hace camino.
No se te dice: «Trabaja por dar con el camino, para
que llegues a la verdad y a la vida»; no se te ordena esto. Perezoso,
¡levántate! El mismo camino viene hacia ti y te despierta del sueño en que
estabas dormido, si es que en verdad te despierta; levántate, pues, y anda.
[...] La Palabra de Dios sanó también a los cojos. «Tengo los pies sanos
—dices—, pero no puedo ver el camino.» Piensa que también iluminó a los ciegos.
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