Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días!
Hoy las previsiones decían “lluvia” ¡y ustedes han venido lo mismo! ¡Tienen coraje!, ¿eh? ¡Felicitaciones!
Hoy las previsiones decían “lluvia” ¡y ustedes han venido lo mismo! ¡Tienen coraje!, ¿eh? ¡Felicitaciones!
Hoy quisiera
hablarles del Sacramento de la Unción de los enfermos, que nos permite tocar
con la mano la compasión de Dios por el hombre.
En el pasado era llamado
“extrema unción”, porque se entendía como consuelo espiritual en la inminencia
de la muerte. Hablar en cambio de “Unción de los enfermos” nos ayuda a ampliar
la mirada hacia la experiencia de la enfermedad y del sufrimiento, en el
horizonte de la misericordia de Dios.
Hay un ícono
bíblico que expresa en toda su profundidad el misterio que se trasluce en la
Unción de los enfermos: es la parábola del buen samaritano, en el evangelio de
Lucas (10,30-35).
Cada vez que celebramos este Sacramento, el Señor Jesús, en
la persona del sacerdote, se acerca a la persona que sufre y está gravemente
enfermo, o anciano. La parábola dice que el buen samaritano cuida del hombre
sufriente derramando sobre sus heridas aceite y vino.
El aceite nos hace pensar
en aquel que es bendecido por el Obispo cada año, en la Misa Crismal del Jueves
Santo, justamente en vista de la Unción de los enfermos.
El vino, en cambio, es
signo del amor y de la gracia de Cristo que brotan del don de su vida por
nosotros y que se expresan en toda su riqueza en la vida sacramental de la
Iglesia.
Por último, la persona que sufre es confiada al dueño del albergue
para que pueda continuar cuidando de ella, sin considerar los gastos. Entonces,
¿quién es este dueño del albergue? Es la Iglesia, la comunidad cristiana, somos
nosotros, a los cuales cada día el Señor Jesús nos confía a aquellos que están
afligidos, en el cuerpo y en el espíritu, para que podamos continuar derramando
sobre ellos, sin medida, toda su misericordia y su salvación.
Este mandato está
confirmado de modo explícito y preciso en la epístola de Santiago – hemos
escuchado - donde se recomienda: “Quién está enfermo, que llame a los
presbíteros de la Iglesia para que ellos oren por él y lo unjan con aceite en
el nombre del Señor. Y la oración que nace de la fe salvará al enfermo, el
Señor lo aliviará y, si tuviera pecados, le serán perdonados” (5,14-15). Se
trata por lo tanto de una praxis que estaba en uso ya en tiempos de los
Apóstoles. Jesús, de hecho, ha enseñado a sus discípulos a tener su misma
predilección por lo enfermos y por los sufrientes y les ha transmitido la
capacidad y el deber de continuar derramando, en su nombre y según su corazón,
alivio y paz, a través de la gracia especial de este Sacramento.
Pero esto no
nos debe hacer caer en la búsqueda obsesiva del milagro o en la presunción de
poder obtener siempre y de todos modos la curación. Pero,
es la seguridad de la cercanía de Jesús al enfermo, también al anciano, porque
todo anciano, toda persona de más de 65 años puede recibir este Sacramento: es
Jesús que se acerca. Pero cuando hay un enfermo se piensa: “Llamemos al cura,
al sacerdote para que venga. No, no, porque trae mala suerte, entonces no, no
lo llamamos” o “después se asustará el enfermo”. ¿Por qué? Porque existe un
poco la idea que, cuando hay un enfermo y viene el sacerdote, después de él
llega la pompa fúnebre: y eso no es verdad, ¡eh!
El sacerdote viene para ayudar
al enfermo o al anciano: por esto es tan importante la visita del sacerdote a
los enfermos. Llamarlo: “hay un enfermo, venga, dele la unción, bendígalo”.
Porque es Jesús que llega para aliviarlo, para darle fuerza, para darle
esperanza, para ayudarlo. También para perdonarle los pecados. ¡Y esto es hermoso!
Y no piensen que esto sea un tabú, porque siempre es hermoso saber que en el
momento del dolor y de la enfermedad nosotros no estamos solos: el sacerdote y
aquellos que están presentes durante la Unción de los enfermos representan, en
efecto, a toda la comunidad cristiana que, como un único cuerpo, con Jesús, se
estrecha entorno a quien sufre y a los familiares, alimentando en ellos la fe y
la esperanza y apoyándolos con la oración y el calor fraterno. Pero el consuelo
más grande deriva del hecho que, el que se hace presente en el Sacramento es el
mismo Señor Jesús, que nos toma de la mano, nos acaricia como hacía con los
enfermos, Él, y nos recuerda que ya le pertenecemos y que nada – ni siquiera el
mal y la muerte – podrá nunca separarnos de Él. Pero tengamos esta costumbre de
llamar al sacerdote, porque a nuestros enfermos – no digo los enfermos de
gripe, de tres, cuatro días, sino cuando es una enfermedad seria – y también a
nuestros ancianos, venga y les dé este Sacramento, este consuelo, esta fuerza
de Jesús para seguir adelante. ¡Hagámoslo! Gracias.
No hay comentarios:
Publicar un comentario