
Ese misterio último que nos rodea por todas partes y
que los creyentes llamamos “Dios” no es algo lejano y distante. Está con todos
y cada uno de nosotros. ¿Cómo lo puedo saber? ¿Es posible creer de manera
razonable que Dios está conmigo, si yo no tengo alguna experiencia personal por
pequeña que sea?
De ordinario, a los cristianos no se nos ha enseñado a
percibir la presencia del misterio de Dios en nuestro interior. Por eso, muchos
lo imaginan en algún lugar indefinido y abstracto del Universo. Otros lo buscan
adorando a Cristo presente en la eucaristía. Bastantes tratan de escucharlo en
la Biblia. Para otros, el mejor camino es Jesús.

¿Es posible? El secreto consiste, sobre todo, en saber
estar con los ojos cerrados y en silencio apacible, acogiendo con un corazón
sencillo esa presencia misteriosa que nos está alentando y sosteniendo. No se
trata de pensar en eso, sino de estar “acogiendo” la paz, la vida, el amor, el
perdón… que nos llega desde lo más íntimo de nuestro ser.
Es normal que, al adentrarnos en nuestro propio
misterio, nos encontremos con nuestros miedos y preocupaciones, nuestras
heridas y tristezas, nuestra mediocridad y nuestro pecado. No hemos de
inquietarnos, sino permanecer en el silencio. La presencia amistosa que está en
el fondo más íntimo de nosotros nos irá apaciguando, liberando y sanando.
Karl Rahner, uno de los teólogos más importantes del
siglo veinte, afirma que, en medio de la sociedad secular de nuestros días,
“esta experiencia del corazón es la única con la que se puede comprender el
mensaje de fe de la Navidad: Dios se ha hecho hombre”. El misterio último de la
vida es un misterio de bondad, de perdón y salvación, que está con nosotros:
dentro de todos y cada uno de nosotros. Si lo acogemos en silencio, conoceremos
la alegría de la Navidad.
Por José Antonio Pagola
No hay comentarios:
Publicar un comentario