En las manos de Dios. Allí está nuestra seguridad: son manos llagadas por
amor, que nos guían por el camino de la vida y no por los de la muerte, donde,
en cambio, nos conduce la envidia. Es éste el sentido de la reflexión que
propuso el Papa Francisco el martes 12 de noviembre.
La primera lectura, observó el Santo Padre introduciendo la homilía,
recuerda que Dios «creó al hombre para la incorruptibilidad» (cf. Sab 2,
23-3,9). Él «nos creó y Él es nuestro Padre. Nos hizo bellos como Él, más
bellos que los ángeles; más grandes que los ángeles. Pero por la envidia del
diablo entró la muerte en el mundo».
La envidia: una palabra muy clara —destacó el Pontífice—, que nos hace
comprender la lucha que tuvo lugar entre «este ángel», el diablo y el hombre.
El primero «no podía, en efecto, soportar que el hombre fuese superior a él;
que precisamente en el hombre y en la mujer estuviese la imagen y semejanza de
Dios. Por esto hizo la guerra» y emprendió un camino «que lleva a la muerte.
Así entró la muerte en el mundo».
En realidad, prosiguió el Obispo de Roma, «todos hacemos experiencia de la
muerte». ¿Cómo se explica? «El Señor —respondió— no abandona su obra», como
explica el texto del libro sapiencial: «Las almas de los justos, en cambio,
están en las manos de Dios». Todos «debemos pasar por la muerte. Pero una cosa
es pasar esta experiencia a través de la pertenencia a las manos del diablo y
otra cosa es pasar por las manos de Dios».
«A mí —confesó— me gusta escuchar estas palabras: estamos en las manos de
Dios. Pero desde el inicio. La Biblia nos explica la creación usando una
hermosa imagen: Dios que con sus manos nos forma del barro, de la arcilla, a su
imagen y semejanza. Fueron las manos de Dios las que nos crearon: el Dios
artesano».
Dios, por lo tanto, no nos ha abandonado. Y precisamente en la Biblia se
lee lo que Él dice a su pueblo: «Yo he caminado contigo». Dios se comporta
—destacó el Papa— como «un papá con el hijo que le lleva de la mano. Son
precisamente las manos de Dios las que nos acompañan en el camino». El Padre
nos enseña a caminar, a ir «por el camino de la vida y de la salvación». Y más:
«Son las manos de Dios que nos acarician en el momento del dolor, que nos
consuelan. Es nuestro Padre quien nos acaricia, quien tanto nos quiere. Y
también en estas caricias muchas veces está el perdón».
Una cosa «que a mí me hace bien —dijo una vez más el Pontífice— es pensar:
Jesús, Dios trajo consigo sus llagas. Las muestra al Padre. Éste es el precio:
las manos de Dios son manos llagadas por amor. Y esto nos consuela mucho.
Muchas veces hemos escuchado decir: no sé a quién confiarme, todas las puertas
están cerradas, me confío a las manos de Dios. Y esto es hermoso porque allí
estamos seguros», custodiados por las manos de un Padre que nos quiere.
Las manos de Dios, continuó el Santo Padre, «nos curan incluso de nuestros
males espirituales. Pensemos en las manos de Jesús cuando tocaba a los enfermos
y les curaba. Son las manos de Dios. Nos cura. Yo no logro imaginar a Dios que
nos da una bofetada. No me lo imagino: nos regaña sí, porque lo hace; pero
nunca nos lastima, nunca. Nos acaricia. Incluso cuando debe regañarnos lo hace
con una caricia, porque es Padre».
«Las almas de los justos están en las manos de Dios», repitió el Pontífice concluyendo: «Pensemos en las manos de Dios que nos creó como un artesano. Nos dio la salud eterna. Son manos llagadas. Nos acompañan en el camino de la vida. Confiémonos a las manos de Dios como un niño se entrega en las manos de su papá». Son manos seguras.
«Las almas de los justos están en las manos de Dios», repitió el Pontífice concluyendo: «Pensemos en las manos de Dios que nos creó como un artesano. Nos dio la salud eterna. Son manos llagadas. Nos acompañan en el camino de la vida. Confiémonos a las manos de Dios como un niño se entrega en las manos de su papá». Son manos seguras.
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