No es fácil para los cristianos vivir según los principios y las virtudes
inspiradas por Jesús. «No es fácil —dijo el Papa Francisco en la misa celebrada
el 12 de septiembre—, pero es posible»: basta con «contemplar a Jesús sufriente
y la humanidad sufriente» y vivir «una vida escondida en Dios con Jesús».
La reflexión del Santo Padre se inspiró en la celebración de la memoria
litúrgica del nombre de María. «Hoy —recordó— festejamos la onomástica de la
Virgen. El santo nombre de María. Una vez esta fiesta se llamaba el dulce nombre
de María y hoy en la oración hemos pedido la gracia de experimentar la fuerza y
la dulzura de María. Después cambió, pero en la oración ha permanecido esta
dulzura de su nombre. Tenemos necesidad hoy de la dulzura de la Virgen para
entender estas cosas que Jesús nos pide. Es un elenco no fácil de vivir: amad a
los enemigos, haced el bien, prestad sin esperar nada, a quien te golpea la
mejilla ofrécele también la otra, a quien te quita el manto no le rehúses la
túnica. Son cosas fuertes. Pero todo esto, a su modo, lo vivió la Virgen: la
gracia de la mansedumbre, la gracia de la apacibilidad».
«El apóstol Pablo —prosiguió el Papa— insiste en el mismo tema: “Hermanos,
elegidos de Dios, santos y amados, revestíos de compasión entrañable, bondad,
humildad, mansedumbre, paciencia. Sobrellevaos mutuamente y perdonaos cuando
alguno tenga quejas contra otro. El Señor os ha perdonado: haced vosotros lo
mismo”» (Colosenses 3, 12-17). Cierto —observó el Pontífice—, se nos pide
mucho y por ello la primera pregunta que surge espontáneamente es: «¿Pero cómo
puedo hacer esto? ¿Cómo me preparo para hacer esto? ¿Qué debo estudiar para
hacer esto?». La respuesta para el Santo Padre es clara: «Nosotros, con nuestro
esfuerzo, no podemos hacerlo. Sólo una gracia puede hacerlo en nosotros. Nuestro
esfuerzo ayudará; es necesario, pero no suficiente».
«El apóstol Pablo en estos días nos ha hablado a menudo de Jesús —continuó—.
Jesús como la totalidad del cristiano, Jesús como el centro del cristiano, Jesús
como la esperanza del cristiano, porque es el esposo de la Iglesia y trae
esperanza para ir adelante; Jesús como vencedor sobre el pecado, sobre la
muerte. Jesús vence y ha ido al cielo con su victoria». Al respecto el apóstol
nos enseña algo: «nos dice: “Hermanos, si habéis resucitado con Cristo, buscad
los bienes de allá arriba, donde Cristo está sentado a la derecha de Dios;
aspirad a los bienes de arriba, no a los de la tierra. Porque habéis muerto; y
vuestra vida está con Cristo escondida en Dios”».
Es éste «el camino para hacer lo que el Señor nos pide: esconder nuestra vida
con Cristo en Dios», repitió el Papa. Y ello debe renovarse en cada una de
nuestras actitudes cotidianas, pues sólo si tenemos el corazón y la mente
dirigidos al Señor, «triunfador sobre el pecado, sobre la muerte», podemos hacer
lo que Él nos pide.
Apacibilidad, humildad, bondad, ternura, mansedumbre, magnanimidad son todas
virtudes que se necesitan para seguir el camino indicado por Cristo. Recibirlas
es «una gracia. Una gracia —especificó el Santo Padre— que viene de la
contemplación de Jesús». No por casualidad nuestros padres y nuestras madres
espirituales —indicó— nos han enseñado cuán importante es contemplar la pasión
del Señor.
«Sólo contemplando la humanidad sufriente de Jesús —repitió— podemos hacernos
mansos, humildes, tiernos como Él. No hay otro camino». Ciertamente tendremos
que hacer el esfuerzo de «buscar a Jesús; pensar en su pasión, en cuánto sufrió;
pensar en su silencio manso». Este será nuestro esfuerzo, recalcó; después «de
lo demás se encarga Él, y hará todo lo que falta. Pero tú debes hacer esto:
esconder tu vida en Dios con Cristo».
Así que, para ser buenos cristianos, es necesario contemplar siempre la
humanidad de Jesús y la humanidad sufriente. «¿Para dar testimonio? Contempla a
Jesús. ¿Para perdonar? Contempla a Jesús sufriente. ¿Para no odiar al prójimo?
Contempla a Jesús sufriente. ¿Para no murmurar contra el prójimo? Contempla a
Jesús sufriente. No hay otro camino», insistió el Papa, recordando que estas
virtudes son las mismas del Padre, «que es bueno, manso y magnánimo, que nos
perdona siempre», y las mismas de la Virgen, nuestra Madre. No es fácil, pero es
posible. «Encomendémonos a la Virgen. Y cuando hoy la felicitemos por su
onomástica —concluyó— pidámosle que nos dé la gracia de experimentar su
dulzura».
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