Naturaleza – Penitencia en su sentido etimológico, viene del
latín “poenitere” que significa: tener pena, arrepentirse. Cuando
hablamos teológicamente, este término se utiliza tanto para hablar de una
virtud, como de un sacramento.
Como virtud moral – Esta virtud moral, hace que el pecador
se sienta arrepentido de los pecados cometidos, tener el propósito de no volver
a caer y hacer algo en satisfacción por haberlos cometidos.
Cristo nos llama a la conversión y a la penitencia, pero no con obras
exteriores, sino a la conversión del corazón, a la penitencia interior. De otro
modo, sin esta disposición interior todo sería inútil (Cfr. Isaías 1, 16-17;
Mateo 6, 1-6; 16-18).
Cuando hablamos teológicamente de esta virtud, no nos referimos únicamente a
la penitencia exterior, sino que esta reparación tiene que ir acompañada del
dolor de corazón por haber ofendido a Dios. No sería válido pedirle perdón por
una ofensa a un jefe por miedo de perder el trabajo, sino que hay que hacerlo
porque al faltar a la caridad, hemos ofendido a Dios (Cfr. Catecismo Núms. 1430
-1432).
Todos debemos de cultivar esta virtud, que nos lleva a la conversión. Los
medios para cultivar esta virtud son: la oración, confesarse con frecuencia,
asistir a la Eucaristía (fuente de las mayores gracias), la práctica del
sacrificio voluntario, dándole un sentido de unión con Cristo y acercándose a
María.
Como sacramento – La virtud nos lleva a la conversión, como
sacramento es uno de los siete sacramentos instituidos por Cristo, que perdona
los pecados cometidos contra Dios – después de haberse bautizado -, obtiene la
reconciliación con la Iglesia, a quien también se ha ofendido con el pecado, al
pedir perdón por los pecados ante un sacerdote. Esto fue definido por el
Concilio de Trento como verdad de fe (Cfr. Lumem Gentium 11).
A este sacramento se le llama sacramento de “conversión”, porque responde a
la llamada de Cristo a convertirse, de volver al Padre y la lleva a cabo
sacramentalmente. Se llama de “penitencia” por el proceso de conversión personal
y de arrepentimiento y de reparación que tiene el cristiano. También es una
“confesión”, porque la persona confiesa sus pecados ante el sacerdote, requisito
indispensable para recibir la absolución y el perdón de los pecados graves.
El nombre de “Reconciliación” se debe a que reconcilia al pecador con el amor
del Padre. Él mismo nos habla de la necesidad de la reconciliación. “Ve
primero a reconciliarte con tu hermano” (Mateo 5, 24) (Cfr. Catecismo Núms.
1423 -1424).
El sacramento de la Reconciliación o Penitencia y la virtud de la penitencia
están estrechamente ligados, para acudir al sacramento es necesaria la virtud de
la penitencia que nos lleva a tener ese sincero dolor de corazón.
La Reconciliación es un verdadero sacramento porque en él están presente los
elementos esenciales de todo sacramento, es decir el signo sensible, el haber
sido instituido por Cristo y porque confiere la gracia.
Este sacramento es uno de los dos sacramentos llamados de “curación” porque
sana el espíritu. Cuando el alma está enferma debido al pecado grave, se
necesita el sacramento que le devuelva la salud, para que la cure. Jesús perdonó
los pecados del paralítico y le devolvió la salud del cuerpo (Cfr. Marcos 2,
1-12).
Cristo instituyó los sacramentos y se los confió a la Iglesia – fundada por
Él – por lo tanto la Iglesia es la depositaria de este poder, ningún hombre por
sí mismo, puede perdonar los pecados. Como en todos los sacramentos, la gracia
de Dios se recibe en la Reconciliación “ex opere operato” – obran por
la obra realizada – siendo el ministro el intermediario. La Iglesia tiene el
poder de perdonar todos los pecados.
En los primeros tiempos del cristianismo, se suscitaron muchas herejías
respecto a los pecados. Algunos decían que ciertos pecados no podían perdonarse,
otros que cualquier cristiano bueno y piadoso lo podía perdonar, etc. Los
protestantes fueron unos de los que más atacaron la doctrina de la Iglesia sobre
este sacramento. Por ello, El Concilio de Trento declaró que Cristo comunicó a
los apóstoles y sus legítimos sucesores la potestad de perdonar realmente todos
los pecados (Denzinger 894 y 913).
La Iglesia, por este motivo, ha tenido la necesidad, a través de los siglos,
de manifestar su doctrina sobre la institución de este sacramento por Cristo,
basándose en Sus obras. Preparando a los apóstoles y discípulos durante su vida
terrena, perdonando los pecados al paralítico en Cafarnaúm (Lucas 5, 18-26), a
la mujer pecadora (Lucas 7, 37-50)… Cristo perdonaba los pecados, y además los
volvía a incorporar a la comunidad del pueblo de Dios.
El poder que Cristo le otorgó a los apóstoles de perdonar los pecados,
implica un acto judicial (Concilio de Trento), pues el sacerdote actúa como
juez, imponiendo una sentencia y un castigo. Sólo que en este caso, la sentencia
es siempre el perdón, sí es que el penitente ha cumplido con todos los
requisitos y tiene las debidas disposiciones. Todo lo que ahí se lleva a cabo es
en nombre y con la autoridad de Cristo.
Solamente si alguien se niega – deliberadamente – a acogerse la misericordia
de Dios mediante el arrepentimiento estará rechazando el perdón de los pecados y
la salvación ofrecida por el Espíritu Santo y no será perdonado. “El que
blasfeme contra el Espíritu Santo no tendrá perdón nunca, antes bien será reo de
pecado eterno” (Marcos 3, 29). Esto es lo que llamamos el pecado contra el
Espíritu Santo. Esta actitud tan dura nos puede llevar a la condenación eterna
(Cfr. Catecismo Núm. 1864).
Institución – Después de la Resurrección estaban reunidos
los apóstoles – con las puertas cerradas por miedo a los judíos – se les aparece
Jesús y les dice: “La paz con vosotros. Como el Padre me envío, también yo
los envío. Dicho esto, sopló sobre ellos y les dijo: Recibid al Espíritu Santo.
A quienes perdonéis los pecados, les quedaran perdonados; a quienes se los
retengáis, les quedan retenidos” (Juan 20, 21-23). Este es el momento
exacto en que Cristo instituye este sacramento. Cristo – que nos ama
inmensamente – en su infinita misericordia le otorga a los apóstoles el poder de
perdonar los pecados. Jesús les da el mandato – a los apóstoles – de continuar
la misión para la que fue enviado; el perdonar los pecados. No pudo hacernos un
mejor regalo que darnos la posibilidad de liberarnos del mal del pecado.
Dios le tiene a los hombres un amor infinito, Él siempre está dispuesto a
perdonar nuestras faltas. Vemos a través de diferentes pasajes del Evangelio
como se manifiesta la misericordia de Dios con los pecadores. (Cfr. Lucas 15,
4-7; Lucas15, 11-31). Cristo, conociendo la debilidad humana, sabía que muchas
veces nos alejaríamos de Él por causa del pecado. Por ello, nos dejó un
sacramento muy especial que nos permite la reconciliación con Dios. Este regalo
maravilloso que nos deja Jesús, es otra prueba más de su infinito amor.
Autor: Cristina Cendoya de Danel
Fuente:
es.Catholic.Net
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