La solemnidad de Todos los Santos provoca el recuerdo de los fieles difuntos, presentes todos los días en la oración de la Iglesia. La muerte para los cristianos es el momento del paso de este mundo al Padre.
En la tradición de la Iglesia, el momento de la muerte ha sido considerado como el dies natalis, el día en que el cristiano nace a la vida verdadera. En el paso ciertamente dramático y agónico a este segundo nacimiento, es preciso destacar como fundamentales las ayudas que la Iglesia puede otorgar al que experimenta este trance. Los sacramentos son un medio privilegiado para recibir las gracias oportunas en este momento, porque así como los sacramentos del Bautismo, Confirmación y Eucaristía constituyen una unidad llamada sacramentos de iniciación cristiana, se puede decir que la Penitencia, la Santa Unción y la Eucaristía en cuanto viático, constituyen cuando la vida toca a su fin a los sacramentos que preparan para entrar en la Patria celestial o bien los sacramentos que cierran la peregrinación.
El hombre de nuestro tiempo ha perdido de vista lo que significa verdaderamente la muerte, la ve como una maldición, no ve por ningún lado la mano de Dios. Apoyado en su inteligencia, busca todos los medios posibles para corregir este mal que inevitablemente está presente; lo que en realidad hace es huir del sufrimiento, de esta dura realidad, porque en el fondo se reconoce como un ser finito, y esto lo consume más que la misma muerte.
¿Cuál es la razón de este proceder? Sencillo: ha escuchado el susurro del demonio, que le ha quitado la esperanza de la resurrección, de poder esperar en el Señor, por eso busca la «muerte digna, sin dolor», que no es otra cosa que el suicidio llamado eutanasia».
Sin embargo, gracias a Cristo, la muerte cristiana tiene su sentido positivo, como dice san Pablo: «Para mí la vida es Cristo y morir una ganancia» (Fil. 1,21). En la muerte Dios llama al hombre hacia sí; en el momento de la muerte el primer fenómeno que se da es la separación del cuerpo y del alma, esta visión la hemos heredado de la tradición judía, por tanto la Iglesia ya desde los primeros tiempos inculcó la veneración del cuerpo como templo del Espíritu Santo, a la espera de la resurrección de los cuerpos.
Así el cristiano que muere en Cristo Jesús «sale de este cuerpo para vivir con el Señor» (2Cor. 5,8). La Iglesia, como madre, ha llevado sacramentalmente en su seno al cristiano durante su peregrinación terrena, lo acompaña al término de su caminar para entregarlo en manos del Padre; la Iglesia ofrece al Padre, en Cristo, al hijo de su gracia y deposita en la tierra con esperanza el germen del cuerpo que resucitará en la gloria.
Todo este sentido positivo debe iluminar la conmemoración de los fieles difuntos, nuestra fe, esperanza, y caridad sobre el destino definitivo personal y el de todos los difuntos.
Monasterio Madres Dominicas
Zamora
Zamora
Alfa y Omego
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