lunes, 18 de septiembre de 2017

COMENTARIO DE SAN JUAN PABLO II AL EVANGELIO SEGÚN SAN LUCAS (7,1-10)





«”Señor, no soy digno de que entres en mi casa”.

Estas palabras nos resultan familiares. Las pronunciamos antes de la sagrada comunión cada vez que participamos en la Misa... Fueron pronunciadas por primera vez por un centurión romano, un hombre que militaba como soldado en la tierra de Israel. 

Aunque era extranjero y pagano, amaba al pueblo de Israel, y –como el Evangelio nos dice– incluso les había construido una sinagoga, una casa de oración (cf Lc 7, 5). Por esta razón, los judíos apoyaron con gusto la petición que él quería hacer a Jesús de curar a su siervo.

En respuesta a la petición del centurión, Jesús parte hacia su casa. Pero en ese momento el centurión, queriendo ahorrar a Jesús el esfuerzo, le dijo: “Señor, no te molestes, pues no soy digno de que entres en mi casa; por eso tampoco me creí digno de venir personalmente. Dilo de palabra y mi criado quedará sano”
. 
Cristo accedió al deseo del centurión, pero al mismo tiempo “se admiró” de las palabras de él; y dijo a la muchedumbre que lo seguía: “Os digo que ni en Israel he encontrado tanta fe”.

Si repetimos las palabras del centurión cuando nos acercamos a la sagrada comunión, lo hacemos precisamente porque estas palabras expresan una fe fuerte y profunda. Las palabras son sencillas, pero en cierto sentido contienen la verdad fundamental que expresa quién es Dios y quién es el hombre: Dios es el totalmente Santo, el Creador que nos da la vida y que hizo todo lo que existe en el universo. Nosotros somos creaturas y somos sus hijos, necesitados de curación a causa de nuestros pecados.

En una sociedad muy desarrollada... es fácil vivir como si Dios no existiera. En efecto, existe una poderosa atracción hacia esa actitud, pues puede dar la impresión de que reconocer a Dios como origen y fin de todo recorta la independencia humana y pone límites inaceptables a la acción humana. 

Pero cuando olvidamos a Dios, inmediatamente perdemos de vista el significado más profundo de nuestra existencia y ya no sabemos quiénes somos. ¿No constituye esto una causa importante de la insatisfacción que suele hallarse en las sociedades muy desarrolladas? ¿No es fundamental para nuestro bienestar sicológico y social escuchar la voz de Dios en la maravillosa armonía del universo? 

... Las palabras del centurión son la voz de la creatura que alaba al Creador por su generosidad y bondad. Efectivamente, estas palabras contienen el Evangelio entero: la entera Buena Nueva de nuestra salvación; y dan testimonio del maravilloso don de Dios mismo, expresado en la Palabra de vida. Dios regala a la humanidad un don totalmente libre: una participación en su naturaleza divina. Él dota a sus criaturas con la vida eterna en Cristo. El hombre ha sido adornado de gracia por Dios.

La fe del centurión romano era grande. Él era consciente de lo mucho que había sido “agraciado” por Cristo. Sabía que no era digno de tal don, y que este don iba más allá de todo lo que él, un mero hombre, podía alcanzar o incluso desear, pues el don es en verdad sobrenatural. Lo maravilloso de este don es que nos permite alcanzar el objeto de nuestros más profundos anhelos: vivir para siempre en íntima unión con Dios que es la fuente de todo bien.

... En Cristo –que es el don divino, el don del Evangelio–, la Eucaristía se nos ofrece a todos. Todos estamos invitados a hacernos “hermanos en la fe” . En la Iglesia no hay “extranjeros”. Incluso quien viene de “un país lejano”, desde muy lejos, está “en su casa” en la Iglesia.

... Hoy la Iglesia en todas partes canta estas palabras: dondequiera que se reúnan cristianos para celebrar la Eucaristía dominical…, se están repitiendo en tantas lenguas diferentes las palabras del centurión: “Señor, no soy digno”. Estas palabras ... nos hablan a todos de los dones de Dios: nuestra vida, nuestra familia, el progreso de nuestra sociedad, nuestra fe, y el más grande de todos los dones de Dios: su unigénito Hijo Jesucristo.
“Señor, no soy digno de que entres en mi casa, pero una palabra tuya bastará para sanarme” .
(San Juan Pablo II, Homilía del 4-6-1989)

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