lunes, 7 de agosto de 2017

COMENTARIO DEL PAPA FRANCISCO AL EVANGELIO SEGÚN SAN MATEO (14,13-21)




Hoy queremos reflexionar sobre el milagro de la multiplicación de los panes. Al inicio de la narración que hace Mateo (cf. 14, 13-21), Jesús acaba de recibir la noticia de la muerte de Juan Bautista, y con una barca cruza el lago en busca de «un lugar solitario» (v. 13)...

Impresiona la determinación de la gente, que teme ser dejada sola, como abandonada. Muerto Juan Bautista, profeta carismático, se encomienda a Jesús, del cual el mismo Juan había dicho: «aquel que viene detrás de mí es más fuerte que yo» (Mt 3, 11). Así la muchedumbre le sigue por todas partes, para escucharle y para llevarle a los enfermos. 

Y viendo esto Jesús se conmueve. Jesús no es frío, no tiene un corazón frío. Jesús es capaz de conmoverse. Por una parte, Él se siente ligado a esta muchedumbre y no quiere que se vaya; por otra, necesita momentos de soledad, de oración, con el Padre. Muchas veces pasa la noche orando con su Padre...

Según llega la tarde, Jesús se preocupa de dar de comer a todas aquellas personas, cansadas y hambrientas y cuida de cuantos le siguen. Y quiere hacer participes de esto a sus discípulos. Efectivamente les dice: «Dadles vosotros de comer» (v. 16). 

Y les demostró que los pocos panes y peces que tenían, con la fuerza de la fe y de la oración, podían ser compartidos por toda aquella gente. Jesús cumple un milagro, pero es el milagro de la fe, de la oración, suscitado por la compasión y el amor. Así Jesús «partiendo los panes, se los dio a los discípulos y los discípulos a la gente» (v. 19). El Señor resuelve las necesidades de los hombres, pero desea que cada uno de nosotros sea partícipe concretamente de su compasión. 

Ahora detengámonos en el gesto de bendición de Jesús: Él «tomó luego los cinco panes y los dos peces, y levantando los ojos al cielo, pronunció la bendición, y partiendo los panes se los dio» (v. 19).

Como se observa, son los mismos signos que Jesús realizó en la Última Cena; y son también los mismos que cada sacerdote realiza cuando celebra la Santa Eucaristía. La comunidad cristiana nace y renace continuamente de esta comunión eucarística.

Por ello, vivir la comunión con Cristo es otra cosa distinta a permanecer pasivos y ajenos a la vida cotidiana; por el contrario, nos introduce cada vez más en la relación con los hombres y las mujeres de nuestro tiempo, para ofrecerles la señal concreta de la misericordia y de la atención de Cristo. 

Mientras nos nutre de Cristo, la Eucaristía que celebramos nos transforma poco a poco también a nosotros en cuerpo de Cristo y nutrimento espiritual para los hermanos. Jesús quiere llegar a todos, para llevar a todos el amor de Dios. Por ello convierte a cada creyente en servidor de la misericordia. 

Jesús ha visto a la muchedumbre, ha sentido compasión por ella y ha multiplicado los panes; así hace lo mismo con la Eucaristía. Y nosotros, creyentes que recibimos este pan eucarístico, estamos empujados por Jesús a llevar este servicio a los demás, con su misma compasión. Este es el camino.

La narración de la multiplicación de los panes y de los peces se concluye con la constatación de que todos se han saciado y con la recogida de los pedazos sobrantes (cfr v. 20). Cuando Jesús con su compasión y su amor nos da una gracia, nos perdona los pecados, nos abraza, nos ama, no hace las cosas a medias, sino completamente. Como ha ocurrido aquí: todos se han saciado.

Jesús llena nuestro corazón y nuestra vida de su amor, de su perdón, de su compasión. Jesús, por lo tanto, ha permitido a sus discípulos seguir su orden. De esta manera ellos conocen la vía que hay que recorrer: dar de comer al pueblo y tenerlo unido; es decir, estar al servicio de la vida y de la comunión.

Invoquemos al Señor, para que haga siempre a su Iglesia capaz de este santo servicio, y para que cada uno de nosotros pueda ser instrumento de comunión en la propia familia, en el trabajo, en la parroquia y en los grupos de pertenencia, una señal visible de la misericordia de Dios que no quiere dejar a nadie en soledad o con necesidad, para que descienda la comunión y la paz entre los hombres y la comunión de los hombres con Dios, porque esta comunión es la vida para todos.
(Catequesis del 17 de agosto de 2016)0

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