La decisión del Papa de no renovar al cardenal Gerhard Müller, al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe, es un hecho relevante en el gobierno de la Iglesia pero no es algo extraordinario, y tampoco un drama. Müller había sido nombrado en 2012 por Benedicto XVI y, como sucede con todos los prefectos, su mandato se extendía durante un quinquenio. Al inicio de su pontificado, Francisco pudo cambiarle, pero prefirió mantenerlo en su puesto aun sabiendo que su escuela y su estilo eran diferentes. Es algo que se ha puesto de manifiesto con frecuencia durante estos cuatro años, en los que Müller ha sido un colaborador leal que no ha dejado de expresar sus puntos de vista, incluso cuando podían resultar polémicos. La relación entre el Papa y los prefectos de las congregaciones tiene que ser de una gran confianza pero no de coincidencia total en todos los asuntos, estando claro que al final es al Papa a quien corresponde decidir. Creo que así ha sido la relación entre Müller y Francisco: una relación leal en la que no han faltado tensiones.
Sólo el Papa conoce exactamente las razones que le han llevado a no renovar al prefecto Müller en su cargo, y no tiene por qué explicarlas. Lo que es evidente es que Francisco ha preferido abrir una nueva etapa, en la que habrá continuidad pero también un neto cambio de estilo. El arzobispo Luis Ladaria, que ahora asume el timón, era secretario de la CDF ya desde el final del pontificado de Benedicto XVI. No hay ningún salto en el vacío, pero ni su perfil público ni su sensibilidad teológica coinciden con las de Müller. Tampoco hay nada extraño en que Francisco quiera configurar un equipo más ajustado a sus prioridades de fondo y a su estilo pastoral.
No es para escandalizarse que se desboque la literatura sobre el trasfondo de la decisión del Papa, pero no todo vale. Por ejemplo, es una vacuidad (por más que la usen conspicuos vaticanistas) definir al cardenal como «teólogo conservador». Aparte de ser una simpleza que no ayuda a entender nada, resulta que Müller siempre ha estado preocupado por las implicaciones sociales de la fe. Es algo que asimiló en su propio crecimiento en la fe, dentro de la matriz del catolicismo social en su Renania natal. Ha mantenido un intenso diálogo con la mejor teología de la liberación y es conocida su amistad con el peruano Gustavo Gutiérrez, con el que ha colaborado en varias obras. Es evidente su vínculo personal e intelectual con Joseph Ratzinger, pero en mi modesta opinión eso no es signo de conservadurismo teológico sino todo lo contrario. La costumbre de etiquetar y colocar a la gente en trincheras, que por desgracia está lejos de haber sido superada en la Iglesia, ha empujado a la figura de Müller a una u otra orilla en los últimos años, desdibujando su verdadero perfil.
Desde luego nunca ha sido un hombre que se pliegue a la opinión dominante o que se haya buscado un lugar bajo el sol de los medios. Su franqueza al hablar (algunos dirán su escasa diplomacia) y su disposición a la pelea le convertían en una rara avis entre sus colegas romanos, y han sido históricas (y memorables) algunas discusiones públicas con otros cardenales alemanes en torno a la naturaleza de la Iglesia, al papel de las conferencias episcopales y a la función del Magisterio. Esta claridad, y el brío con que la exponía, le han supuesto la acusación de «soberbio», pero no merece la pena detenerse mucho en esto. Desde hace tiempo, Müller se había convertido en diana de los improperios de algunos que antes siempre saludaban la discrepancia y el debate como signo de un catolicismo adulto. Quizás la incomodidad en torno a algunas intervenciones del prefecto ha sido mayor en algunos círculos que se autoproclaman intérpretes de Francisco que en el propio Papa.
Creo que resulta banal la etiqueta de «conservador», mientras que la acusación de soberbia me produce una sonrisa irónica; pero lo que resulta infamante es que se presente a Müller como tejedor de conspiraciones contra el Papa. Francisco ha dicho siempre que no quería cortesanos ni chismosos a su alrededor, sino colaboradores capaces incluso de llevarle la contraria, que estuvieran movidos sólo por el amor a Cristo y a su Iglesia. A Müller le cuadra bien ese «identikit». En las únicas declaraciones que hasta el momento se conocen, ofrecidas al diario Allgemeine Zeitung, el cardenal ha manifestado que no tiene discrepancias de fondo con el Papa (recordemos su contundente afirmación de que la exhortación Amoris Laetitia es clara en su doctrina y coherente con la tradición), pero ha dejado ver que sobre el funcionamiento de la Congregación sí ha existido alguna fricción en los últimos tiempos. En fin, situaciones de este tipo recorren la vida de la Iglesia desde los tiempos apostólicos, porque el Señor guía a la Iglesia mediante hombres que siempre llevan consigo su propio bagaje histórico, sicológico y cultural. Y no puede ser de otra forma.
Hace pocas semanas Francisco subrayaba que la unidad en la diversidad es el signo de la Iglesia movida por el Espíritu, y pedía desterrar las murmuraciones que siembran cizaña y las envidias que envenenan, porque ser hombres y mujeres de Iglesia significa ser hombres y mujeres de comunión. Müller está próximo a cumplir 70 años, y ha anunciado su intención de permanecer en Roma para desarrollar su investigación teológica y para dedicarse al trabajo pastoral directo. A una Iglesia viva y en salida no le sobrará en ningún caso esa contribución.
José Luis Restán/PáginasDigital.es
No hay comentarios:
Publicar un comentario