En este Evangelio encontramos la invitación de Jesús. Dice así: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré» (Mt 11, 28).
Cuando Jesús dice esto, tiene ante sus ojos a las personas que encuentra todos los días por los caminos de Galilea: mucha gente sencilla, pobres, enfermos, pecadores, marginados... Esta gente lo ha seguido siempre para escuchar su palabra —¡una palabra que daba esperanza!
Las palabras de Jesús dan siempre esperanza— y también para tocar incluso sólo un borde de su manto. Jesús mismo buscaba a estas multitudes cansadas y agobiadas como ovejas sin pastor (cf. Mt 9, 35-36) y las buscaba para anunciarles el Reino de Dios y para curar a muchos en el cuerpo y en el espíritu. Ahora los llama a todos a su lado: «Venid a mí», y les promete alivio y consuelo.
Esta invitación de Jesús se extiende hasta nuestros días, para llegar a muchos hermanos y hermanas oprimidos por precarias condiciones de vida, por situaciones existenciales difíciles y a veces privados de válidos puntos de referencia. En los países más pobres, pero también en las periferias de los países más ricos, se encuentran muchas personas cansadas y agobiadas bajo el peso insoportable del abandono y la indiferencia.
La indiferencia: ¡cuánto mal hace a los necesitados la indiferencia humana! Y peor, ¡la indiferencia de los cristianos! En los márgenes de la sociedad son muchos los hombres y mujeres probados por la indigencia, pero también por la insatisfacción de la vida y la frustración. Muchos se ven obligados a emigrar de su patria, poniendo en riesgo su propia vida. Muchos más cargan cada día el peso de un sistema económico que explota al hombre, le impone un «yugo» insoportable, que los pocos privilegiados no quieren llevar.
A cada uno de estos hijos del Padre que está en los cielos, Jesús repite: «Venid a mí, todos vosotros». Lo dice también a quienes poseen todo, pero su corazón está vacío y sin Dios. También a ellos Jesús dirige esta invitación: «Venid a mí». La invitación de Jesús es para todos. Pero de manera especial para los que sufren más.
Jesús promete dar alivio a todos, pero nos hace también una invitación, que es como un mandamiento: «Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón» (Mt 11, 29). El «yugo» del Señor consiste en cargar con el peso de los demás con amor fraternal. Una vez recibido el alivio y el consuelo de Cristo, estamos llamados a su vez a convertirnos en descanso y consuelo para los hermanos, con actitud mansa y humilde, a imitación del Maestro. La mansedumbre y la humildad del corazón nos ayudan no sólo a cargar con el peso de los demás, sino también a no cargar sobre ellos nuestros puntos de vista personales, y nuestros juicios, nuestras críticas o nuestra indiferencia.
Invoquemos a María santísima, que acoge bajo su manto a todas las personas cansadas y agobiadas, para que a través de una fe iluminada, testimoniada en la vida, podamos ser alivio para cuantos tienen necesidad de ayuda, de ternura, de esperanza.
PAPA FRANCISCO. ÁNGELUS. Domingo 6 de julio de 2014
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