Como no los tiene paternos, Joaquín y Ana son los abuelos maternos de Jesús; aquellos por los que se hicieron verdad las promesas de futuro que hizo Dios a lo largo del tiempo, y que anhelaba el Pueblo de Dios conociéndolas, y toda la humanidad sin saberlo, quizá intuyéndolo y desde luego necesitándolo. Y es que Dios no improvisa; sabe lo que quiere; puede ver el incierto futuro-lejano-oscuro para el hombre en presente y actualizar el pasado –sin necesidad de moviola– en su existir divino permanente sin movimiento.
Había alentado por los Patriarcas y Profetas de Israel la sed de esperanza en el que había de poner remedio a la lejana-enemistad-distante que puso obstáculo insalvable entre el Amor y los amados por el orgullo primero culpable de tantas penas, males y desenfrenos. Eligió a Abrahán y le prometió hijos en número sin cuento que de Isaac salieron; luego repitió a Jacob la promesa del Hijo venidero que llegaría por Judá dando nombre a un Pueblo; David sería la familia regalante al cosmos del Don sin precio.
José hizo de eslabón último para que por María, la Virgen fecundada por el Espíritu Santo, nos diera Dios su Verbo, humanado, hecho hombre, cercano, amable, redentor, señuelo para el Cielo que se entregó en la cruz y resucitó para bien del mundo entero. Por eso, de José sabemos su árbol genealógico, expresado con cabezas que señalan hitos históricos, remontándose hasta el origen del tiempo y demostrando que lo prometido Dios lo cumple sin merma y en su momento.
Pero… siempre hay un «pero», ¿qué de los padres de María? ¿Qué se puede hablar de la genealogía de la Madre que engendra a la Vida y da a luz la Luz para que cada ser humano pueda gozarla en plenitud exuberante?
Poco. Tan poco que es nada. De la genealogía de María no se puede decir cosa segura. Ni un hilo, ni una huella hay en el Evangelio por fugaz que se quisiera. De los abuelos maternos de Jesús se sabe que existieron y es seguro que fueron buenos; pero no hay rastro de lugar, de nombres, de tiempo ni de condiciones existenciales que los humanos buscamos para identificarnos y conocernos. Dios ha querido cubrir con este velo la personalidad de quienes engendraron a María, diciendo nada sobre ellos.
Ciertamente que los Padres de la Iglesia Oriental echaron mano de antiguas tradiciones, de leyendas y recuerdos para saciar de algún modo la fina curiosidad de los cristianos que ansiaban conocer la línea materna silenciada en el Evangelio. San Epifanio y San Juan Damasceno quisieron decir algo; en el siglo IV ya había algún cuerpo escrito sobre Ana y Joaquín, pretendiendo firmarse en apoyos que se remontaban hasta el final del siglo II; luego, en la Edad Media, Jacobo Vorágine y Vicente Beauvais recogieron los trozos dispersos que pudieron y se encargaron de difundirlos por Occidente; pero el resultado de todo este legítimo y laborioso intento se esfuma como vaho, hálito inconsistente y nube blanda ante el rigor de la historia.
Es la literatura apócrifa, y concretamente el Protoevangelio de Santiago, la que sitúa en el espacio y tiempo a los padres de la Virgen, dándoles nombres, haciéndolos naturales de Nazaret y señalando minuciosamente la edad veinteañera de Joaquín al casarse; afirma el apócrifo que Joaquín era rico hacendado con muchos pastores a sus órdenes que cuidaban sus ovejas y, además, que solo de mayores –casi ancianos– tuvieron los esposos a la Virgen por la prolongada esterilidad de Ana que fue cambiada en fecundidad milagrosa por el impensado y repentino retiro de Joaquín al monte, donde pasó cuarenta días dedicado al ayuno y oración suplicante para que Dios les librara del oprobio que suponía no tener descendencia. Imaginación, mito, resonancias bíblicas vetero-testamentarias, fábula… todo lo propio de los apócrifos en mescolanza más o menos piadosa que traba mejor o peor lo verosímil con lo sobrenatural improbable, pero con ninguna señal de garantía histórica.
También los cruzados vinieron diciendo que había nacido Joaquín en el pequeño asentamiento humano de Séforis, en Galilea; incluso sobre el nombre supuesto Joaquín, el dado al padre de María, hay también otras versiones que prosperaron menos, llamándole Cleofás, Jonachir o Sadoch. El mismo Damasceno se aventuró a dar el nombre del padre de Joaquín, llamándole Barpanter.
Es una muestra más de los notables contrastes con los que Dios da lecciones a los hombres tan amigos de grandezas. No quiso que se consignara a la posteridad el perfil humano de los abuelos de Jesús. El Espíritu Santo no se tomó la molestia de hacérnoslos saber. Y quizá hasta se pueda descubrir en este silencio el subversivo pensamiento de Dios, dispar en tantas ocasiones del de los hombres; quizá este vacío de datos nos esté enseñando algo genuino de la tradición espiritual cristiana: la importancia de las personas –en este caso los que veneramos con los nombres de Joaquín y Ana– y su influjo beneficioso en los demás no están en dependencia del pensamiento de otros, ni siquiera del juicio de la historia.
Archimadrid.org
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