domingo, 18 de junio de 2017

Solemnidad del Corpus Christi. El pan vivo bajado del cielo


Celebramos este domingo la solemnidad del Corpus Christi; una fiesta que nos invita a detenernos en torno al misterio eucarístico y a su significado para la vida de la Iglesia. Para comprender lo que implica el don de la Eucaristía, el Evangelio nos presenta la última parte del discurso de san Juan sobre el pan de vida. Comienza el pasaje con las palabras «yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre». En el Antiguo Testamento el pan es, ante todo, un don de Dios, esencial para la subsistencia del hombre. Por eso, en la oración que el Señor enseña a sus discípulos parece resumir en este alimento todo lo necesario para la vida del hombre, al mismo tiempo que anticipa el don eucarístico.
El maná y la Eucaristía
Cuando los judíos escuchaban «pan bajado del cielo» pensaban inevitablemente en el maná, el alimento que Dios dio a Israel durante la marcha por el desierto, conforme escuchamos este domingo en la primera lectura, del libro del Deuteronomio. El maná tenía un carácter misterioso. Pero a través de este medio de subsistencia Dios hace patente su presencia en medio de su pueblo, que recordará siempre este don poniendo en el arca, junto a las tablas de la ley, un vaso con maná.
La Palabra que nos propone hoy la liturgia busca subrayar la relación entre el maná y el verdadero pan que nos da Dios. Lo hemos escuchado también en la primera lectura: «no solo de pan vive el hombre, sino que vive de todo cuanto sale de la boca de Dios» (Dt 8,3). El Evangelio insiste en que el verdadero pan no es el maná —el cual no libraba al hombre de la muerte—, sino Jesús mismo, verdadero pan del cielo. La poesía cristiana nos lo ha transmitido a través de la secuencia Lauda Sion, que desde hace siglos se canta en este día. En una de sus estrofas se resaltan los precedentes o figuras del Pan verdadero: «Isaac fue sacrificado; el cordero pascual, inmolado; el maná nutrió a nuestros padres».
Del mismo modo que Dios se preocupó por alimentar a su pueblo cuando estaba en el desierto, Jesús ofrece a sus discípulos un don aún mayor: la Eucaristía, esencial para la vida. Jesús no se refiere a la vida física, sino a la vida verdadera, la que une a Dios con el hombre para siempre y a los hombres entre sí. Esta es la «vida eterna» de la que nos habla.
Pan de comunión
Durante estos días muchos niños han recibido por primera vez al Señor en la Eucaristía. Han hecho la comunión. San Pablo nos dice en la carta a los Corintios que el cáliz que bendecimos y el pan que partimos son comunión. ¿Qué significa esto? Unión íntima y profunda. El Señor quiere ofrecernos el vínculo más hondo que puede existir con él mismo. Pero recibir al Señor crea al mismo tiempo un lazo estrecho entre los cristianos, tal y como afirma Pablo: «el pan es uno, nosotros, siendo muchos formamos un solo cuerpo, pues todos comemos del mismo pan». Por lo tanto, la Eucaristía no puede ser considerada nunca como un hecho privado. Su celebración nunca ha sido un acontecimiento reservado para unos pocos, de manera exclusiva. Cuando acudimos a Misa no elegimos quién nos acompañará, y, probablemente, en el mismo lugar haya personas completamente desconocidas para nosotros, de distintas profesiones, condición o, incluso, nacionalidad. Por eso, la Eucaristía ha sido siempre un antídoto frente a cualquier tentación de particularismo. De hecho, durante muchos años la única celebración eucarística que había en cada ciudad era la presidida por el obispo, donde en torno a la Eucaristía y al obispo se visibilizaba la única comunidad, expresión de la unidad de la Iglesia. El caminar en procesión junto al Señor sacramentado permite hoy día seguir reflejando la unión de quienes, como miembros de la Iglesia, dirigimos la mirada hacia el Señor resucitado.
Daniel A. Escobar Portillo
Delegado episcopal de Liturgia adjunto de Madrid

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