Es el Papa de la sonrisa, también llamado el Papa de la bondad, y el «Papa bueno», que convocó el Concilio Vaticano II –Guía de la Iglesia en el Tercer Milenio– el 25 de enero de 1959, a 93 años de la anterior asamblea universal primera y que fue beatificado el día 3 de septiembre del 2000, en la misma ceremonia en que se subió a los altares a Pío IX, el Papa que convocó el otro concilio Vaticano.
Su pontificado se consideró desde el principio como un papado de transición; y en verdad fue breve, solo cuatro años y medio; pero supuso un cambio de rumbo en la Iglesia.
Fue el primer Papa que rompió el pertinaz aislamiento del Vaticano, saliendo tanto para visitar niños en un hospital romano, como para ver a los presos en sus cárceles, y a sus fieles –porque era el Obispo de Roma– de las parroquias ubicadas por los arrabales de la Ciudad Eterna.
Supo llamar la atención y ganarse la simpatía del mundo con su llamamiento a la paz durante la crisis cubana. Dos de sus encíclicas hicieron historia: la conocida como Mater et Magistra (14-V-1961) y la llamada Pacem in terris (11-IV-1963).
Con su personalidad, pletórica de humanidad gruesa en lo físico, a la que acompañaba un carácter bondadoso y una cara siempre sonriente, se ganó el cariño de los romanos y del mundo.
Fue el Sumo Pontífice de los años comprendidos entre el 1958 al 1963 que rompió los moldes fríos, y rígidos del papado hasta entonces.
El trabajo diplomático en Bulgaria, Turquía, Grecia y Francia lo había preparado intelectual y espiritualmente para el desempeño de su misión. Pero donde aprendió la bondad fue en la casa de sus padres, en un hogar muy pobre de Sotto il Monte, a 64 kilómetros de Bérgamo, en la comarca de Bergamasco. Era el cuarto de catorce hermanos, que nació el 25 de noviembre de 1881. Allí, Giovanni Battista Roncalli y Mariana Mazzola pusieron los fundamentos de su conocida afabilidad, experimentada por los búlgaros, turcos, griegos –países que le permitieron un contacto intenso con el mundo ortodoxo y musulmán que aprendió a amar como amaba a toda criatura humana y como amaba la paz– y por los franceses.
El que fue bautizado el mismo día de su nacimiento, ingresó en el seminario de Bérgamo en 1892; continuó sus estudios en Roma, en el Ateneo de San Apolinar desde 1901, donde obtuvo el doctorado en Teología en 1904. Se ordenó sacerdote el 10 de agosto del mismo año, cuando solo tenía veintitrés; lo nombraron secretario del nuevo obispo de Bérgamo y profesor del seminario; fue movilizado en la Segunda Guerra Mundial para prestar servicios en enfermería y ejercer como capellán de la tropa; reincorporado a la diócesis, lo hicieron director espiritual del seminario.
Luego, fue consagrado obispo para que desempeñara en el Este europeo encargos de Visitador, Delegado y Administrador Apostólico, hasta que se le nombró Nuncio en París en diciembre del 1944, cardenal en 1953, y enseguida Patriarca de Venecia. Después de los veinte años de papado de Pío XII, se eligió papa a Angelo Guiseppe Roncalli, contando 77 años, el día 28 de octubre de 1958.
Murió el 3 de junio de 1963, a las 19:49.
Sí; cuando se le beatificó, Juan XXIII vivía todavía en el corazón de los italianos y en los de millares de personas de todo el mundo que habían tenido la suerte de conocerlo. Entre los asistentes a la ceremonia se encontraban su secretario personal –monseñor Loris Capovilla, a quien el papa legó su diario y sus escritos– y la hermana Caterina Capitán, de 56 años, curada milagrosamente por la intercesión del papa Juan, cuando, el 25 de mayo de 1966, consumía sus últimas horas de vida con fiebre altísima y dolores intensos en el Hospital de la Marina de Nápoles, desahuciada a causa de una perforación gástrica con fístula por la que se le escapaban los alimentos. «Cuando estaba tumbada sobre el lado derecho sentí una mano y una voz que me llamaba: Sor Caterina. Asustada –refiere la religiosa– me di la vuelta y vi de pie junto a la cama al Papa Juan que me sonreía y me dijo: Has rezado mucho y también tus hermanas. Me habéis arrancado del corazón este milagro: No tengas miedo. Se ha acabado todo. Estás curada completamente. Suena la campanilla y llama a tus hermanas que están rezando en la capilla, menos alguna que duerme». Esto lo dijo con una sonrisa en los labios. Sor Caterina se levantó sin fiebre, comenzó a caminar de inmediato y a comer normalmente: la fístula había desaparecido sin dejar rastro. Dos días después abandonaba el hospital y, aunque han pasado treinta y cuatro años, lo recuerda como si fuera ayer.
Posiblemente el talante sencillo, bondadoso, servicial y sonriente de un papa nos anime a evitar los altivos estiramientos de los que somos menos importantes; esos engreídos aires de suficiencia que a bien poco conducen, salvo a marcar distancias.
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