En un plazo de solo dos semanas el Papa Francisco ha hecho un viaje sin precedentes a El Cairo y una peregrinación al santuario de Fátima. Los medios internacionales los han seguido, como siempre, con el máximo interés. En la Universidad de Al-Azhar, centro teológico de los musulmanes sunníes, Francisco ha dado su apoyo al decidido esfuerzo de los líderes religiosos para desautorizar cualquier violencia en nombre de Dios. En Fátima, ha honrado a la Virgen y canonizado a los pastorcitos que fallecieron jóvenes, Francisca y Jacinto.
Pero la visibilidad de los viajes del Papa y de los encuentros que mantiene en Roma –la próxima semana recibe a Donald Trump– deja a veces en segundo plano la importancia de su trabajo ordinario, en sintonía cercana con los obispos de todo el mundo.
Las visitas ad limina, por ejemplo, tienen ahora un tono muy familiar. Son una especie de manantial oculto que mejora la alegría de los pastores y dinamiza el trabajo de evangelización en países fáciles –si los hay– o problemáticos. En la visión de una Iglesia más colegial y más sinodal ese trabajo de equipo con los obispos está al mismo nivel que el de la Curia vaticana, donde el Papa ha enseñado a muchos monsignori a valorar y respetar cada vez más el trabajo que los sucesores de los apóstoles realizan en todos los lugares del planeta. De puertas adentro, al cabo de cuatro años ha quedado claro que el gobierno de la Iglesia corresponde al Papa y no a la Curia vaticana, que es un simple equipo de colaboradores.
Francisco tiene buena información de primera mano, pues recibe muchas visitas, mantiene una correspondencia intensa, hace frecuentes llamadas telefónicas y vive en la misma casa que sus colaboradores directos. Los ve en su estudio, pero también en el comedor o en los pasillos. Es fácil trabajar en tiempo real. Cada tres meses, el Papa dedica tres días enteros a reuniones con el consejo de nueve cardenales que, a su vez, están en contacto estrecho con los obispos de los respectivos continentes.
Francisco es un Papa que gobierna. Que agarra el toro por los cuernos cuando hay que cesar al obispo de Dax o al gran maestre de la Orden de Malta por el bien de sus respectivas organizaciones.
A veces aconseja un trío de virtudes que facilitan la tarea de gobernar: «Humildad, firmeza, mansedumbre». Rodeada por las otras dos, la firmeza se ve menos. Pero, envuelta en ellas, multiplica su eficacia.
Juan Vicente Boo
Alfa y Omega
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