lunes, 22 de mayo de 2017

El silencio y las palabras de Benedicto





La publicación anticipada de un texto de Benedicto XVI que servirá como postfacio a la próxima edición del libro La fuerza del silencio, del cardenal Robert Sarah, ha provocado una pequeña tormenta mediática. Algunos comentarios denuncian que el Papa emérito habría abandonado su retiro y bajado del monte para entrar en batalla. ¿Hay materia para este vocerío? Vayamos por partes.

Durante los últimos cuatro años Benedicto XVI se ha dedicado por entero a la oración por la Iglesia desde su retiro en el monasterio Mater Ecclesiae, dentro del recinto vaticano. Sus apariciones públicas han sido excepcionales y sus intervenciones, escasas y bien medidas. Muchas de ellas destinadas a mostrar su obediencia y amistad de corazón hacia su sucesor, el Papa Francisco. En todo caso el estatuto de un papa emérito no está definido en la Iglesia, más bien se está fraguando sobre la marcha. Benedicto dijo que quería vivir como un monje y así lo ha hecho, pero los monjes hablan en no pocas ocasiones. El propio Papa Francisco le ha invitado a dejarse ver y oír con más frecuencia.

Hasta ahora nadie había puesto el grito en el cielo por las diversas intervenciones del Papa emérito, aunque algunas han tocado temas cruciales desde el punto de vista teológico y pastoral.

El texto que se ha convertido en piedra de escándalo se enmarca en la reflexión de Joseph Ratzinger sobre la liturgia, uno de los ejes de su trabajo teológico. En este caso se trata de un apunte breve pero enjundioso sobre el valor del silencio, al hilo de la obra del prefecto de la Congregación para el Culto divino y la disciplina de los sacramentos, el cardenal guineano Robert Sarah. Benedicto XVI vuelve sobre un tema que ha abordado con insistencia, por ejemplo en su trilogía sobre Jesús de Nazaret: la competencia histórica y lingüística, ciertamente necesaria, no es suficiente para entender la Escritura. A veces, incluso, se produce un exceso de verborrea que dificulta entrar en su significado. Lo que falta es «entrar en el silencio de Jesús, del cual nace su Palabra».

Dice Benedicto, y a nadie sorprenderá que lo diga, que «el conocimiento especializado puede en última instancia ignorar lo esencial de la Liturgia, si no se funda sobre el hecho de ser una sola cosa con la Iglesia orante, que aprende una y otra vez del propio Señor qué es el verdadero culto». Por cierto, creo que Francisco suscribiría punto por punto lo que ha escrito su predecesor, incluida la severa crítica al charloteo que termina por hacer superficial, e incluso envenenar, tantos ámbitos de la vida de la Iglesia.

Todo esto a nadie extraña, aunque a alguno pueda no gustarle, porque Joseph Ratzinger lo lleva diciendo cincuenta años. El problema radica en que, al final, el Papa emérito realiza un elogio público a la figura del cardenal Sarah, y eso ha sido ya demasiado. Especialmente para los que se dedican a administrar carnets de buenos pastores, los que usan su particular y sectaria medida para determinar si un obispo, cardenal, o simple fiel cristiano, cumple el estándar o debe ser alineado en la nefasta fila de los refractarios, desobedientes y ultramontanos. Hace tiempo que Sarah figura en esa lista, y no hace falta compartir todo lo que hace y dice el cardenal guineano para observar la injusticia y la maldad de esa adscripción. Claro que su caso no es el único.

La cosa es aún más grotesca si tenemos en cuenta que Sarah presidió el Consejo Pontificio Cor Unum hasta 2014 fecha en la que Francisco le encargó el Dicasterio vaticano que cuida de la Liturgia. Evidentemente, el Papa podría haberle enviado de vuelta a su país o haberle confiado cualquier otro encargo, pero decidió colocarle precisamente ahí, algo por lo que se congratula Benedicto XVI. Como se ve, una tremenda intromisión del Papa emérito.

Cuánta razón tiene Francisco al insistir permanentemente en el carácter destructivo de las habladurías, de las murmuraciones y las clasificaciones ideológicas. Pero tranquilos todos. Esta tormenta no tendrá apenas aparato eléctrico. La Iglesia seguirá su camino entre consuelos y tropiezos, guiada por Francisco, el actual sucesor de Pedro. Y un nonagenario monje teólogo seguirá rezando por ella en silencio. Él está ya fuera del alcance de ciertos comentarios de bajo vuelo.

José Luis Restán/PáginasDigital.es
Alfa y Omega

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