Modelo de espiritualidad ascética, considerado como el padre del monaquismo, San Antonio nació en Egipto -al sur de Memfis, cerca del Delta del Nilo, para ser precisos- en el año 251. Sus padres eran de posición social elevada y le dejaron una fortuna considerable al morir. San Antonio tenía entonces 20 años. Inspirado por el Evangelio de San Mateo, legó una parte de sus bienes a su hermana, repartió el resto entre los pobres y marchó a vivir al desierto de Tebaida en total soledad.
Una soledad especialmente austera: baste decir que no bebía una gota de agua antes de la puesta del sol. Más de una vez, padeció tentaciones diabólicas, que logró superar. No tardó en granjearse una fama de santo y, para albergar a todos los que acudían a verle -y a veces, a quedarse con él- hizo construir edificios con celdas individuales alrededor de un claustro. Era, según San Antonio, la mejor forma de propiciar una vida de oración y de entrega a Dios.
A estos edificios los llamó monasterios, del griego mono, que significa solo. Fundó varios de ellos y estableció que a la cabeza de cada uno debía figurar un monje que fuese como un padre para el resto. De ahí la palabra abad, que procede del Evangelio y significa padre.
De excepcional longevidad, superó los 100 años de vida y se da el año 356 como fecha de su muerte.
J.M. Ballester Esquivias (@jmbe12)
Alfa y Omega
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