La noche en que nació Jesús, era oscura, muy oscura: en el cielo brillaba una estrella solitaria y luminosa; en la tierra los ojos de un recién nacido, los cuales estaban destinados a iluminar el mundo por todos los siglos.
María y José trataban de acomodarse en aquel establo pequeñito y caldeado por el calor de los animales. En medio de esa miseria se les veían sonrientes y felices. Preocupados por atender a su hijo dándole todo su amor.
Algunos insectos que pululaban por el portal, atraídos por la luz que emanaba del niño, tenían que volar esquivando los coletazos del buey y la mula. Empeñados en velar por la tranquilidad del pequeño. Esa noche en Belén todos pudimos ver la bondad natural de los animales, que te lo dan todo a cambio de nada: fueron ellos, pobres bestiecillas de Dios, las que le dieron al recién nacido el calor que le negaron en la posada, el techo que no encontró en otro sitio. Aunque quizá, -¿Quién sabe?-, la manos de Dios, estaba detrás multiplicando el esfuerzo de los dos animales, para mantener el establo a una temperatura confortable para el pequeño y sus padres.
Poco a poco se fueron acercando pastores, mujeres y niños que llegaban guiados por la luz de la estrella. Cada uno traía entre sus pobres manos lo que podían quitarse de la boca o del cuerpo: un poco de queso, un trozo de pan recién horneado, una tarrina de miel, una olla llena de leche recién ordeñada esa misma tarde de las ovejas, unos pañales, un cobertor viejo...
No tenían oro, ni piedras preciosas, pero valía el peso de un corazón entregado. Eran regalos de amor. Muchos traían lo guardado en sus despensas para un día especial, para una fiesta o, tal vez, para agasajar a sus amigos en una celebración. En sus caras se notaban felices cuando se los entregaban a José para el niño. Se quedaban sin ellos, pero con la alegría del que da de corazón.
Poco a poco el establo se fue llenando de gente: ¡No cabía un alfiler! Algunos se quedaron fuera intentando ver lo que pasaba mirando por las puertas o las ventanas. Todos estaban juntos, arracimados los unos con los otros, intentando ver al niño que dormía tranquilo en el regazo de María. Se sentían sobrecogidos: con un pellizco en el estómago; invadidos por una sensación de paz; llenos de un gozo que no sabían cómo, pero sentían que les llenaba el cuerpo y el alma.
De pronto, María, levantó la cabeza y dirigió su mirada hacia la calle: algo le había llamado la atención. Todos se giraron.
Miraba con los ojos fijos en una mujer anciana, sucia, vestida de harapos y el cuerpo encorvado por la edad. Pronto se hicieron oír los murmullos:
-¿Quién es? ¿Cómo se atreve a venir aquí de esa manera? Parece un paria ¿De dónde habrá salido? ¿Quién será?
María, posó al niño en el pesebre, se dirigió a la puerta del establo y ofreció su mano a la anciana que se fue acercando, mientras la multitud le hacía un pasillo para dejarle paso.
Al llegar junto a la madre de Dios y se inclinó ante ella, María se estremeció. El pequeño Jesús, desde lejos, sonreía y miraba con los ojos llenos de ternura a la pobre mujer.
María la levantó con suavidad y la condujo frente al Niño. La anciana se arrodilló, le tocó la carita con amor y miles de pequeñas estrellas bailaban rodeando al niño, a su madre y a ella. La escena, solo duró un momento, ─segundos tal vez─, todos la vieron y a todos les impregnó el corazón con la seguridad de haber asistido a un inmenso milagro.
Mientras la anciana se levantaba, se fue haciendo joven.
Los presentes quedaron sobrecogidos: Ante ellos apareció una mujer esbelta, con una larga melena, unas manos aterciopeladas y una mirada limpia.
Las dos mujeres, en el medio del establo, al lado de la cuna donde estaba el niño, se dieron las manos, se besaron, se abrazaron y la bella mujer se dispuso a marchar siguiendo su camino.
María la miraba sonriente mientras se alejaba. En su corazón ardía todo el amor del mundo. Y de pronto gritó:
-¡Eva! ¡Eva! ¡Madre!
Eva se giró, con los ojos llenos de lágrimas hacia la puerta del portal donde estaba María y dijo casi como un rezo:
-¡María! ¡Bendita tú!
-¡Madre Eva! Hoy eres libre, mi hijo te hizo libre. Vosotros, todos vosotros sois libres...
Todos supimos que los extremos de la historia se habían tocado: El universo era ya definitivamente nuevo.
(Paqui Valenzuela García).
Religión digital
No hay comentarios:
Publicar un comentario