Entre los que recibieron el anuncio de María Magdalena estaban Pedro y Juan (cf. Jn 20,3-8). Ellos se acercaron al sepulcro no sin titubeos, tanto más cuanto que Marta les había hablado de una sustracción del cuerpo de Jesús del sepulcro (cf. Jn 20,2).
Llegados al sepulcro, también ellos lo encontraron vacío. Terminaron creyendo, tras haber dudado no poco, porque, como dice Juan, “hasta entonces no habían comprendido que según la Escritura Jesús debía resucitar de entre los muertos” (Jn 20,9).
Digamos la verdad: el hecho era asombroso para aquellos hombres que se encontraban ante cosas demasiado superiores a ellos. La misma dificultad, que muestran las tradiciones del acontecimiento. al dar una relación de ello plenamente coherente, confirma su carácter extraordinario y el impacto desconcertante que tuvo en el ánimo de los afortunados testigos.
La referencia “a la Escritura” es la prueba de la oscura percepción que tuvieron al encontrarse ante un misterio sobre el que sólo la Revelación podía dar luz.
Sin embargo, he aquí otro dato que se debe considerar bien: si el “sepulcro vacío” dejaba estupefactos a primera vista y podía incluso generar una cierta sospecha, el gradual conocimiento de este hecho inicial, como lo anotan los Evangelios, terminó llevando al descubrimiento de la verdad de la resurrección.
En efecto, se nos dice que las mujeres, y sucesivamente los Apóstoles, se encontraron ante un “signo” particular: el signo de la victoria sobre la muerte. Si el sepulcro mismo cerrado por una pesada losa, testimoniaba la muerte, el sepulcro vacío y la piedra removida daban el primer anuncio de que allí había sido derrotada la muerte.
Para las mujeres y para los Apóstoles el camino abierto por “el signo” se concluye mediante el encuentro con el Resucitado: entonces la percepción aún tímida e incierta se convierte en convicción y, más aún, en fe en Aquel que “ha resucitado verdaderamente”. Así sucedió a las mujeres que al ver a Jesús en su camino y escuchar su saludo, se arrojaron a sus pies y lo adoraron (cf. Mt 28,9).
Así le pasó especialmente a María Magdalena, que al escuchar que Jesús le llamaba por su nombre, le dirigió antes que nada el apelativo habitual: Rabbuní, ¡Maestro! (Jn 20,16) y cuando Él la iluminó sobre el misterio pascual corrió radiante a llevar el anuncio a los discípulos: “¡He visto al Señor!” (Jn 20,18).
Lo mismo ocurrió a los discípulos reunidos en el Cenáculo que la tarde de aquel “primer día después del sábado”, cuando vieron finalmente entre ellos a Jesús, se sintieron felices por la nueva certeza que había entrado en su corazón: “Se alegraron al ver al Señor” (cf. Jn 20,19-20).
¡El contacto directo con Cristo desencadena la chispa que hace saltar la fe!
(De la catequesis de San Juan Pablo II el 1-02-1989)
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