«El
justo espera que la mirada de Dios se revele en toda su ternura y bondad»
(Benedicto XVI).
Se dice
que los ojos son el espejo del alma. La mirada de las personas expresa muchas
veces lo que viven en su interior. Miradas, a veces, vacías; miradas
desinteresadas; miradas de dureza o de tristeza. Miradas profundas que nos
expresan experiencias de dolor o
sufrimiento; miradas de esperanza y alegría. Miradas esquivas que expresan sentimientos de culpa.
En
relación con las personas a nuestro alrededor, podríamos preguntarnos: ¿Cómo
reaccionamos ante las miradas de las personas? ¿Nos dejamos tocar por
lo que vemos a nuestro alrededor? ¿Por qué muchas veces volteamos la mirada?
Puede ser por miedo al compromiso; podría también ser por el dolor de lo que
percibimos.
Cabe
preguntarnos: ¿Cómo es nuestra mirada? Muchas veces buscamos la
seguridad en nuestras vidas teniendo la mirada puesta en cuestiones exteriores:
lo que los demás piensan de nosotros, la imagen que queremos proyectar, entre
otros. No está en la mirada exterior la búsqueda de la seguridad que tanto
buscamos. Es en la mirada interior. Es la mirada de amor y el percibirnos
amados por otro, lo que nos da la auténtica seguridad.
Mirada divina
Existe
un tipo de mirada que cuando uno la percibe en su interior, nunca olvida: la
mirada divina. Es
la mirada del amor incondicional de Dios que se fija en ti independientemente
de lo que hayas hecho o de tus méritos. Es una mirada gratuita de amor que
cuando toca nuestro corazón nunca vuelve a ser el mismo. En Dios descubrimos un
amor incondicional donde cada uno redescubre su dignidad y su propia identidad.
Es esa mirada interior, que se
aleja de lo vano y de lo superfluo; esa mirada sencilla y penetrante que
cuestiona e interpela, que en ocasiones es como un susurro que resulta ser una
brisa confortante para el que busca paz o una palabra tan aguda como espada de
dos filos que penetra hasta el fondo del alma.
¿Cuánto
dura esa mirada? Es
una mirada de amor eterno. A diferencia de las ilusiones que plantea el mundo y
se acaban, la mirada de Dios permanece. Dios nos ha visto desde siempre. Somos
fruto de un sueño eterno de Dios quien nos invita a cumplir una misión que
tiene algo de la eternidad de Dios impresa en nuestro interior. En esa
mirada está contenida la eternidad. En el momento donde la mirada de
Dios y la nuestra se encuentran, se define nuestro destino eterno.
Solo
dejándonos impulsar, día a día, por esa mirada no habrá tristeza, ni dolor, ni
angustia que pueda resistir el ardor de ese encuentro.
¿Cómo ilumina la mirada divina mi propia mirada?
Es una
mirada que quiere a través de mi pobre mirada irradiar la fuerza de su amor. La
mirada de Dios sondea lo más profundo de mi interior. Es una mirada
esperanzadora pues reconoce la dignidad de cada hijo. Es una
mirada en la que tú reconoces algo de ti mismo, pero siempre te sobrepasa. Es
una mirada que traspasa el tiempo y el espacio y por eso anticipa la gloria a
la que un día participaremos si somos fieles.
«El Salmo
122 es una súplica en la que la voz de un fiel se une a la de toda la
comunidad: de hecho, el Salmo pasa de la primera persona del singular –«a ti
levanto mis ojos»– a la del plural «nuestros ojos» (Cf. versículos 1-3).
Expresa la esperanza de que las manos del Señor se abran para difundir dones de
justicia y de libertad. El justo espera que la mirada de Dios se revele en toda
su ternura y bondad, como se lee en la antigua bendición sacerdotal del libro
de los Números: 2ilumine el Señor su rostro sobre ti y te sea propicio; el
Señor te muestre su rostro y te conceda la paz2 (Números 6, 25-26)» Benedicto XVI.
Artículo
escrito por Carlos Muñoz.
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