Hoy, el
evangelista de la misericordia de Dios nos expone dos parábolas de Jesús que
iluminan la conducta divina hacia los pecadores que regresan al buen camino.
Con la imagen tan humana de la alegría, nos revela la bondad de Dios que se
complace en el retorno de quien se había alejado del pecado. Es como un volver
a la casa del Padre (como dirá más explícitamente en Lc 15,11-32). El Señor no
vino a condenar el mundo, sino a salvarlo (cf. Jn 3,17), y lo hizo acogiendo a
los pecadores que con plena confianza «se acercaban a Jesús para oírle» (Lc
15,1), ya que Él les curaba el alma como un médico cura el cuerpo de los
enfermos (cf. Mt 9,12). Los fariseos se tenían por buenos y no sentían
necesidad del médico, y es por ellos —dice el evangelista— que Jesús propuso
las parábolas que hoy leemos.
Si
nosotros nos sentimos espiritualmente enfermos, Jesús nos atenderá y se
alegrará de que acudamos a Él. Si, en cambio, como los orgullosos fariseos
pensásemos que no nos es necesario pedir perdón, el Médico divino no podría
obrar en nosotros. Sentirnos pecadores lo hemos de hacer cada vez que recitamos
el Padrenuestro, ya que en él decimos «perdona nuestras ofensas...». ¡Y cuánto
hemos de agradecerle que lo haga! ¡Cuánto agradecimiento también hemos de
sentir por el sacramento de la reconciliación que ha puesto a nuestro alcance
tan compasivamente! Que la soberbia no nos lo haga menospreciar. San Agustín
nos dice que Jesucristo, Dios Hombre, nos dio ejemplo de humildad para curarnos
del “tumor” de la soberbia, «ya que gran miseria es el hombre soberbio, pero
más grande misericordia es Dios humilde».
Digamos
todavía que la lección que Jesús da a los fariseos es ejemplar también para
nosotros; no podemos alejar de nosotros a los pecadores. El Señor quiere que
nos amemos como Él nos ha amado (cf. Jn 13,34) y hemos de sentir gran gozo
cuando podamos llevar una oveja errante al redil o recobrar una moneda perdida.
Artículo
originalmente publicado por evangeli.net
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