Queridos hermanos y hermanas ¡buenos días!
Estoy feliz de vivir junto a ustedes esta jornada de reflexión y de oración, insertada en el contexto del Día de los Abuelos. Los saludo a todos con afecto, a partir de los presidentes de las Asociaciones, a quienes agradezco por sus palabras. Expreso mi aprecio a cuantos han afrontado dificultades y penurias con el fin de no perderse esta cita; y al mismo tiempo estoy cerca de todas las personas mayores, solas o enfermas, que no pudieron moverse de casa, pero que están espiritualmente unidas a nosotros.
La Iglesia mira a las personas ancianas con afecto, gratitud y gran estima. Ellas son una parte esencial de la comunidad cristiana y de la sociedad. No sé si han escuchado bien: los ancianos son parte esencial de la comunidad cristiana y de la sociedad. En particular, representan las raíces y la memoria de un pueblo. Ustedes son una presencia importante, porque su experiencia es un tesoro precioso, indispensable para mirar hacia el futuro con esperanza y responsabilidad. Su madurez y sabiduría, acumulada a lo largo de los años, pueden ayudar a los más jóvenes, sosteniéndolos en el camino del crecimiento y de la apertura al futuro, en la búsqueda de su camino. Los ancianos, de hecho, testimonian que, incluso en las pruebas más difíciles, nunca hay que perder la confianza en Dios y en un futuro mejor. Ellos son como árboles que continúan dando frutos: incluso bajo el peso de los años, pueden dar su contribución original para una sociedad rica en valores y para la afirmación de la cultura de la vida.
No son pocos los ancianos que emplean generosamente su tiempo y los talentos que Dios les ha concedido abriéndose a la ayuda y al sostén de los demás. Pienso en cuantos se ponen a disposición de las parroquias para un servicio realmente precioso: algunos se dedican al decoro de la casa del Señor, otros como catequistas, líderes de la liturgia, testigos de la caridad. ¿Y qué decir de su papel en el ámbito familiar? ¡Cuántos abuelos cuidan de los nietos, transmitiendo con sencillez a los más pequeños la experiencia de la vida, los valores espirituales y culturales de una comunidad y de un pueblo! En los países que han sufrido una severa persecución religiosa, fueron los abuelos quienes transmitieron la fe a las nuevas generaciones, conduciendo a los niños recibir el bautismo en un contexto de sufrida clandestinidad.
En un mundo como el actual, donde a menudo son mitificadas la fuerza y la apariencia, ustedes tienen la misión de dar testimonio de los valores que realmente importan y que permanecen para siempre, porque están grabados en el corazón de cada ser humano y garantizados por la Palabra de Dios. Precisamente en cuanto personas de la llamada tercera edad, ustedes, o más bien nosotros, - porque yo también soy parte - estamos llamados a trabajar para el desarrollo de la cultura de la vida, dando testimonio de que cada etapa de la existencia es un don de Dios y tiene una belleza e importancia propias, aunque esté marcada por la fragilidad.
De frente a tantos ancianos que, en los límites de sus posibilidades, continúan sirviendo a su prójimo, hay muchas personas que conviven con la enfermedad, con dificultades motoras, y que necesitan asistencia. Hoy doy gracias a Dios por las muchas personas y estructuras que se dedican a un cotidiano servicio a los mayores, para favorecer contextos humanos adecuados, en los cuales todos puedan vivir dignamente esta importante etapa de la propia vida. Las instituciones que albergan a los ancianos son llamadas a ser lugares de humanidad y de atención amorosa, donde las personas más débiles no sean olvidadas o descuidadas, sino visitadas, recordadas y custodiadas como hermanos y hermanas mayores. Se expresa así el reconocimiento aquellos que han dado tanto a la comunidad y que están en raíz.
Las instituciones y las diferentes realidades sociales todavía pueden hacer mucho para ayudar a los ancianos a expresar al máximo sus capacidades, para facilitar su participación activa, sobre todo para asegurar que su dignidad de personas sea siempre respetada y valorizada. Para ello se debe contrarrestar la cultura nociva del descarte – contrastar esta cultura nociva del descarte – que margina a los ancianos considerándolos improductivos. Los responsables públicos, las realidades culturales, educativas y religiosas, así como todas las personas de buena voluntad, están llamados a comprometerse con la construcción de una sociedad cada vez más acogedora e inclusiva.
Y esto del descarte es feo. Una de mis abuelas me contaba esta historia: en una familia, el abuelo vivía con ellos, era viudo, pero comenzó a enfermarse, enfermarse… Y en la mesa no comía bien y se le caía un poco de la comida. Y un día, el papá decidió que el abuelo no comiera más en la mesa con ellos, que comiera en la cocina y realizó una pequeña mesa para el abuelo. Así, la familia comía sin el abuelo. Algunos días después cuando volvió a casa del trabajo encontró a uno de sus hijos chiquitos jugando con la madera, los clavos, los martillos… “¿Pero qué estás haciendo?”, le preguntó. El niño le respondió: “Estoy construyendo una mesa”. “¿Para qué?” “Para ti. Para que cuando te hagas viejo, puedas comer aquí”. Los niños naturalmente son muy apegados a los abuelos y comprenden cosas que solamente los abuelos pueden explicar con su vida, con su actitud. Y esta cultura del descarte “eres viejo, ve afuera…” Tú eres viejo: ¡pero tienes tantas cosas para decirnos, para contarnos, de historia, de cultura, de la vida, de los valores! No dejemos que esta cultura del descarte siga adelante. Que haya siempre una cultura de inclusión.
También es importante favorecer los lazos entre generaciones. El futuro de un pueblo requiere el encuentro entre jóvenes y ancianos: los jóvenes son la vitalidad de un pueblo en camino y los ancianos refuerzan esta vitalidad con la memoria y la sabiduría.
Y hablen con sus nietos: hablen. Dejen que ellos les hagan preguntas. Son de una peculiaridad diversa de la nuestra, hacen otras cosas, les gusta otra música, pero tiene necesidad de los ancianos, de este hablar continuo. Y para dar la sabiduría. Me hace tanto bien leer cuando José y María llevaron al niño Jesús – tenía 40 días el nene – al templo. Y allí encontraron a dos abuelos. Estos abuelos eran la sabiduría del pueblo, y alababan a Dios para que esta sabiduría pudiera seguir adelante con este niño. Son los abuelos los que reciben a Jesús en el Templo, no el sacerdote: esto viene después. Los abuelos. Y lean esto, en el Evangelio de Lucas, ¡es hermoso!
Queridos abuelos y abuelas, gracias por el ejemplo que ofrecen de amor, dedicación y sabiduría. ¡Sigan dando con coraje testimonio de estos valores! ¡Que no falten en la sociedad su sonrisa y el hermoso brillo de sus ojos! ¡Que la sociedad pueda verlos! Yo los acompaño con mis oraciones, y ustedes tampoco se olviden de rezar por mí. Y ahora, sobre ustedes y en sus intenciones y proyectos de bien, invoco la bendición del Señor.
Ahora recemos a la abuela de Jesús, a Santa Ana: lo hagamos en silencio, un segundito. Cada uno pida a Santa Ana que nos enseñe a ser buenos y sabios abuelos.
(Traducción del italiano: Griselda Mutual, MCM - RV)
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