Como Jesús, los mensajeros de paz de su reino deben ponerse en camino, deben responder a su invitación. Deben ir, pero no con el poder de la guerra o con la fuerza del poder.
En el pasaje del Evangelio que hemos escuchado Jesús envía a setenta y dos discípulos a la gran mies que es el mundo, invitándolos a rogar al Señor de la mies que no falten nunca obreros a su mies. Pero no los envía con medios poderosos, sino «como corderos en medio de lobos» (v. 3), sin bolsa, ni alforja, ni sandalias (cf. v. 4).
San Juan Crisóstomo, en una de sus homilías, comenta: «Mientras seamos corderos, venceremos e, incluso si estamos rodeados por numerosos lobos, lograremos vencerlos. Pero si nos convertimos en lobos, seremos vencidos, porque estaremos privados de la ayuda del pastor».
Los cristianos no deben nunca ceder a la tentación de convertirse en lobos entre los lobos; el reino de paz de Cristo no se extiende con el poder, con la fuerza, con la violencia, sino con el don de uno mismo, con el amor llevado al extremo, incluso hacia los enemigos. Jesús no vence al mundo con la fuerza de las armas, sino con la fuerza de la cruz, que es la verdadera garantía de la victoria.
Y para quien quiere ser discípulo del Señor, su enviado, esto tiene como consecuencia el estar preparado también a la pasión y al martirio, a perder la propia vida por Él, para que en el mundo triunfen el bien, el amor, la paz. Esta es la condición para poder decir, entrando en cada realidad: «Paz a esta casa» (Lc 10, 5).
Delante de la basílica de San Pedro hay dos grandes estatuas de san Pedro y san Pablo, fácilmente identificables: san Pedro tiene en la mano las llaves, san Pablo en cambio sostiene una espada.
Quien no conoce la historia de este último podría pensar que se trata de un gran caudillo que guió grandes ejércitos y con la espada sometió pueblos y naciones, procurándose fama y riqueza con la sangre de los demás. En cambio, es exactamente lo contrario: la espada que tiene entre las manos es el instrumento con el que mataron a Pablo, con el que sufrió el martirio y derramó su propia sangre.
Su batalla no fue la de la violencia, de la guerra, sino la del martirio por Cristo. Su única arma fue precisamente el anuncio de «Jesucristo, y este crucificado» (1 Co 2, 2). Su predicación no se basó en «persuasiva sabiduría humana, sino en la manifestación y el poder del Espíritu» (v. 4).
Dedicó su vida a llevar el mensaje de reconciliación y de paz del Evangelio, gastando sus energías para hacerlo resonar hasta los confines de la tierra. Esta fue su fuerza: no buscó una vida tranquila, cómoda, alejada de las dificultades, de las contrariedades, sino que se gastó por el Evangelio, se entregó sin reservas, y así se convirtió en el gran mensajero de la paz y de la reconciliación de Cristo.
La espada que san Pablo tiene en sus manos remite también al poder de la verdad, que a menudo puede herir, puede hacer mal. El Apóstol fue fiel a esta verdad hasta el final, fue su servidor, sufrió por ella, entregó su vida por ella.
Esta misma lógica es válida también para nosotros, si queremos ser portadores del reino de paz anunciado por el profeta Zacarías y realizado por Cristo: debemos estar dispuestos a pagar en persona, a sufrir en primera persona la incomprensión, el rechazo, la persecución. No es la espada del conquistador la que construye la paz, sino la espada de quien sufre, de quien sabe donar la propia vida.
Queridos hermanos y hermanas, como cristianos queremos invocar de Dios el don de la paz, queremos pedirle que nos haga instrumentos de su paz en un mundo todavía desgarrado por el odio, las divisiones, los egoísmos, las guerras (...) para que el rencor ceda el paso al perdón, la división a la reconciliación, el odio al amor, la violencia a la mansedumbre, y en el mundo reine la paz. Amén”.
(De la catequesis de Benedicto XVI el 26-10-2011)
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