Le presentan
a Jesús a una mujer sorprendida en adulterio. Todos conocen su destino: será
lapidada hasta la muerte según lo establecido por la ley. Nadie habla del
adúltero. Como sucede siempre en una sociedad machista, se condena a la mujer y
se disculpa al varón. El desafío a Jesús es frontal: «La ley de Moisés nos
manda apedrear a las adúlteras. Tú ¿qué dices?».
Jesús no
soporta aquella hipocresía social alimentada por la prepotencia de los
varones. Aquella sentencia a muerte no viene de Dios. Con sencillez y
audacia admirables, introduce al mismo tiempo verdad, justicia y compasión en
el juicio a la adúltera: «el que esté sin pecado, que arroje la primera
piedra».
Los
acusadores se retiran avergonzados. Ellos saben que son los más responsables de
los adulterios que se cometen en aquella sociedad. Entonces Jesús se dirige a
la mujer que acaba de escapar de la ejecución y, con ternura y respeto grande,
le dice: «Tampoco yo te condeno». Luego, la anima a que su perdón se convierta
en punto de partida de una vida nueva: «Anda, y en adelante no peques más».
Así es Jesús. Por fin ha existido sobre la tierra alguien que no se ha dejado condicionar por ninguna ley ni poder opresivo. Alguien libre y magnánimo que nunca odió ni condenó, nunca devolvió mal por mal. En su defensa y su perdón a esta adúltera hay más verdad y justicia que en nuestras reivindicaciones y condenas resentidas.
Los
cristianos no hemos sido capaces todavía de extraer todas las
consecuencias que encierra la actuación liberadora de Jesús frente a
la opresión de la mujer. Desde una Iglesia dirigida e inspirada
mayoritariamente por varones, no acertamos a tomar conciencia de todas las
injusticias que sigue padeciendo la mujer en todos los ámbitos de la vida.
Algún teólogo hablaba hace unos años de «la revolución ignorada» por el
cristianismo.
Lo cierto es
que, veinte siglos después, en los países de raíces supuestamente cristianas,
seguimos viviendo en una sociedad donde con frecuencia la mujer no
puede moverse libremente sin temer al varón. La violación, el maltrato y la
humillación no son algo imaginario. Al contrario, constituyen una de las
violencias más arraigadas y que más sufrimiento genera.
¿No ha de
tener el sufrimiento de la mujer un eco más vivo y concreto en nuestras
celebraciones, y un lugar más importante en nuestra labor de concienciación social?
Pero, sobre todo, ¿no hemos de estar más cerca de toda mujer oprimida para
denunciar abusos, proporcionar defensa inteligente y protección eficaz?
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