Sin duda
Cristo es y se presenta sobre todo como Salvador. No considera su misión juzgar
a los hombres según principios solamente humanos (Jn 8, 15). Él es, ante todo,
el que enseña el camino de la salvación y no el acusador de los culpables:
“No penséis que vaya yo a acusaros ante mi Padre; hay otro que os acusará,
Moisés…, pues de mí escribió él” (Jn 5, 45-46).
¿En qué consiste, pues, el juicio? Jesús responde: “El juicio consiste en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3, 19).
Por tanto, hay que decir que ante esta Luz que es Dios revelado en Cristo, ante tal Verdad, las mismas obras juzgan a cada uno. La voluntad de salvar al hombre por parte de Dios tiene su manifestación definitiva en la palabra y en la obra de Cristo, en todo el Evangelio hasta el misterio pascual de la cruz y de la resurrección.
Se convierte, al mismo tiempo, en el fundamento más profundo, en el criterio central del juicio sobre las obras y conciencias humanas. Sobre todo en este sentido “el Padre… ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar” (Jn 5, 22), ofreciendo en Él a todo hombre la posibilidad de salvación.
Por desgracia, en este mismo sentido el hombre ha sido ya condenado, cuando rechaza la posibilidad que se le ofrece: “el que cree en Él no es juzgado; el que no cree, ya está juzgado” (Jn 3, 18). No creer quiere decir precisamente: rechazar la salvación ofrecida al hombre en Cristo (“no creyó en el nombre del Unigénito Hijo de Dios”: ib.).
Es la misma verdad a la que se alude en la profecía del anciano Simeón, que aparece en el Evangelio de Lucas cuando anunciaba que Cristo “está para caída y levantamiento de muchos en Israel” (Lc 2, 34). Lo mismo se puede decir de a alusión a la “piedra que recharazon los arquitectos” (cf. Lc 20, 17-18).
Pero es verdad de fe que “el Padre… ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar” (Jn 5, 22). Ahora bien, si el poder divino de juzgar pertenece a Cristo, es signo de que Él —el Hijo del hombre— es verdadero Dios, porque sólo a Dios pertenece el juicio y puesto que este poder de juicio está profundamente unido a la voluntad de salvación, como nos resulta del Evangelio, este poder es una nueva revelación del Dios de la Alianza, que viene a los hombres como Emmanuel, para librarlos de la esclavitud del mal. Es la revelación cristiana del Dios que es Amor.
Queda así corregido ese modo demasiado humano de concebir el juicio de Dios, visto sólo como fría justicia, o incluso como venganza. En realidad, dicha expresión, que tiene una clara derivación bíblica, aparece como el último anillo del amor de Dios.
Dios juzga porque ama y en vistas al amor. El juicio que el Padre confía a Cristo es según la medida del amor del Padre y de nuestra libertad.
(San Juan Pablo II, Catequesis, Audiencia general, 30-09-1987)
¿En qué consiste, pues, el juicio? Jesús responde: “El juicio consiste en que vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas” (Jn 3, 19).
Por tanto, hay que decir que ante esta Luz que es Dios revelado en Cristo, ante tal Verdad, las mismas obras juzgan a cada uno. La voluntad de salvar al hombre por parte de Dios tiene su manifestación definitiva en la palabra y en la obra de Cristo, en todo el Evangelio hasta el misterio pascual de la cruz y de la resurrección.
Se convierte, al mismo tiempo, en el fundamento más profundo, en el criterio central del juicio sobre las obras y conciencias humanas. Sobre todo en este sentido “el Padre… ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar” (Jn 5, 22), ofreciendo en Él a todo hombre la posibilidad de salvación.
Por desgracia, en este mismo sentido el hombre ha sido ya condenado, cuando rechaza la posibilidad que se le ofrece: “el que cree en Él no es juzgado; el que no cree, ya está juzgado” (Jn 3, 18). No creer quiere decir precisamente: rechazar la salvación ofrecida al hombre en Cristo (“no creyó en el nombre del Unigénito Hijo de Dios”: ib.).
Es la misma verdad a la que se alude en la profecía del anciano Simeón, que aparece en el Evangelio de Lucas cuando anunciaba que Cristo “está para caída y levantamiento de muchos en Israel” (Lc 2, 34). Lo mismo se puede decir de a alusión a la “piedra que recharazon los arquitectos” (cf. Lc 20, 17-18).
Pero es verdad de fe que “el Padre… ha entregado al Hijo todo el poder de juzgar” (Jn 5, 22). Ahora bien, si el poder divino de juzgar pertenece a Cristo, es signo de que Él —el Hijo del hombre— es verdadero Dios, porque sólo a Dios pertenece el juicio y puesto que este poder de juicio está profundamente unido a la voluntad de salvación, como nos resulta del Evangelio, este poder es una nueva revelación del Dios de la Alianza, que viene a los hombres como Emmanuel, para librarlos de la esclavitud del mal. Es la revelación cristiana del Dios que es Amor.
Queda así corregido ese modo demasiado humano de concebir el juicio de Dios, visto sólo como fría justicia, o incluso como venganza. En realidad, dicha expresión, que tiene una clara derivación bíblica, aparece como el último anillo del amor de Dios.
Dios juzga porque ama y en vistas al amor. El juicio que el Padre confía a Cristo es según la medida del amor del Padre y de nuestra libertad.
(San Juan Pablo II, Catequesis, Audiencia general, 30-09-1987)
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